Cuando el sol sale sobre la pequeña iglesia de Arvaikheer parece como el comienzo de un sueño. La cruz en lo alto de la ‘gher’, la tradicional tienda redonda mongol típica de la vida nómada, de repente tiene sus brazos extendidos por los rayos de luz. Al fondo, detrás de una valla, la estepa se tiñe de tonos caqui y marrón, mientras la estrella se eleva hacia el cielo azul. Es una inmensidad sin límites a veces surcada por una nube arrastrada por el viento.
Es la época en la que, en toda la ciudad de 29.000 habitantes, capital de la provincia de Ôvôrhangaj en el centro del país, las mujeres se levantan pronto por la mañana con las pestañas aún congeladas por la estación fría, para alimentar la estufa con troncos o estiércol de caballo. Cuando la familia se despierta, las mujeres se marchan de la tienda porque es una regla tácita desde hace siglos. Luego arrojan la leche hacia el cielo “como bendición y reverencia al mundo invisible”.
Lucia Bortolomasi, italiana nacida en Susa, provincia de Turín, recientemente elegida superiora general del Instituto de las Hermanas Misioneras de la Consolata, vivió en Mongolia durante 14 años. “Por mi experiencia, puedo decir que las mujeres tienen un papel muy importante en la sociedad mongola. Ocupan los puestos más importantes en sus tradiciones, en la familia y el trabajo. Siempre es la mujer la que entrega al invitado de honor una taza de leche envuelta en un pañuelo azul para darle la bienvenida y mostrar sus respetos”, explica. Son también las mujeres las primeras en susurrar el nombre al oído de su bebé durante una ceremonia que se realiza al final del primer mes delante de la familia reunida…
Poco antes del amanecer, en la casa de los misioneros, los dos sacerdotes y las cuatro monjas también se ocupan de calentar la iglesia porque a las 7.30 llegan los primeros feligreses para rezar el rosario. Llegan poco a poco hasta la hora de la misa, más o menos numerosa según el día, como las cuentas del rosario mientras rezan el Ave María y el Padre Nuestro suavemente en lengua mongol. Una vez más, son las mujeres las que llegan primero. Norgim suele ser una de las primeras en entrar. La septuagenaria, que eligió Ágata como nombre de bautismo hace unos diez años, dirige las oraciones de hoy. Su voz cristalina y decidida, así como su hermoso rostro con dos ojos intensos, reflejan una personalidad decidida. Quedó viuda hace unos años y vende pieles de animales en el mercado. Es un trabajo difícil, pero ella es una verdadera empresaria.
En su casa, donde vive sola, nos recibe con un humeante plato de ‘buuz’, unos deliciosos raviolis de masa fina rellenos de cordero y condimentados con cebolla y especias. El rincón para rezar ocupa un lugar de honor en el comedor. Sobre un mueble de madera lacada, decorado con frutas y flores, está la vela de su bautismo, una ramita plantada en un jarrón de plástico blanco, un tarro de miel vacío reciclado como botella de agua bendita y la Biblia. El ejemplar, encuadernado en piel marrón, no es un objeto decorativo. Las páginas arrugadas hablan de una lectura regular. Norgim lee en el mercado y prefiere el Evangelio de San Mateo y los salmos, especialmente “El Señor es mi pastor”.
Para ella, el mercado es donde empezó la aventura. “En el año 2000, estaba hablando con un cliente cuando don Giorgio pasó por aquí”, dice, refiriéndose al hombre que fue creado cardenal por el papa Francisco el 27 de agosto de 2022. Se trata de monseñor Giorgio Marengo, misionero, prefecto apostólico en Ulán Bator, durante más de 20 años en Mongolia. “La persona con la que hablaba me dijo: ‘mira a estas personas, son maravillosas con los enfermos, los ayudan, son buenas personas’. Como mi marido estaba paralizado, decidí hablar con ellos”. Siguió a los misioneros, yendo a propósito para saludarlos. Cuando los escuchó responder en su idioma, el mongol, que es tan difícil de aprender, se dijo: “Es Dios quien ha propiciado este encuentro”. Decidió quedarse con ellos. Y, por primera vez en su vida, puso un pie en una tierra desconocida: una iglesia.
“Al principio no entendía nada”, recuerda esta mujer que creció en la cultura budista, teñida de chamanismo, mayoritaria en el país. Pero, como el hombre de la parábola del tesoro escondido del Evangelio de Mateo, sintió en lo más profundo de su ser que acababa de tener en sus manos algo tan precioso que merecía la pena hacer todo lo posible para conservarlo. Con perseverancia, regresó regularmente a Misa. Fue una de las primeras en bautizarse, junto con Perlima, otro pilar de la parroquia, una bella septuagenaria de cabello castaño rojizo. Otras mujeres llegaron después al taller de bordado, un proyecto social creado por los misioneros y ahora dirigido por la hermana Tireza, una monja etíope. A veces la gente se sorprende de que ella haya dejado su país para vivir tan lejos de casa, sin salario y sin estar casada. “Las mujeres aquí son muy fuertes. Son las primeras”, dice.
Perlima, conocida como Rita por su nombre de pila, al igual que Norgim, es un personaje que parece salido de los Hechos de los Apóstoles. En su gher, con sus muebles de colores naranjas y las fotografías de sus hijos y nietos, ha preparado un auténtico banquete. En Mongolia, se toman la hospitalidad muy en serio y de ella se ocupan las mujeres. Sobre la mesa al fondo de la tienda, en el lugar de honor, delante de la puerta y detrás del altar, están el pan del Año Nuevo Lunar frito en grasa de oveja y adornado con dulces y frutos secos, el buuz en caldo y el inevitable té salado con mucha leche.
Mientras su nieta, monaguilla de la parroquia, teclea su smartphone, ella cuenta su historia bajo la atenta mirada de su marido Renchen o Augustin. “Antes de convertirme en católica, vivía en un pueblo del norte donde hay una mina, Erdenet, y conducía una grúa”, nos cuenta sin rodeos, explicando que se formó en Rusia durante la era soviética. “No creía en nada. En los años noventa comencé a asistir a varias iglesias evangélicas y así descubrí a Jesús”, asegura.
En Arvaikheer escuchó hablar de la iglesia en la gher. Como Norgim, al principio estaba un poco perdida.
“La primera vez que entré lo que más me llamó la atención fue ver a todos estos religiosos y religiosas de otros lugares haciendo todo lo posible por aprender nuestro idioma y predicar en nuestro idioma. ¿Por qué hacer un esfuerzo tan grande? Me causó una gran impresión”. Habla continuamente, sin apenas tiempo para recuperar el aliento: “Es difícil de explicar, pero el hecho de que fueran extranjeros me dio confianza. El hecho de que estas personas vinieran de lejos y trabajaran tanto es un signo de autenticidad, porque ellos mismos renunciaron a algo para estar aquí, y sus vidas revelan las cualidades de las personas de fe: su bondad, su humildad… Cuando los vi, yo también quise ser así, me atrajo”. Muy orgullosa, añade: “Soy madrina de diez personas en la Iglesia y cinco personas, entre ellas mi marido, han sido bautizadas en mi familia”.
Una de sus hermanas se hizo cristiana, las otras dos son budistas y hablan mucho de fe. En concreto la muerte es una de las principales preocupaciones de Perlima. También le apasiona la Biblia, que lee con su marido y que le regaló a su hijo, actualmente en prisión. “Lo que más me atrae es la resurrección de la carne. Lo encuentro maravilloso. Dejé de tener miedo y de estar enfadada”. Le preguntamos a su nieta qué pasa con los jóvenes. Levanta la vista de su smartphone y responde: “En clase, mis profesores y mis amigos me hacen preguntas sobre la Iglesia y lo que hacemos”. Algunos traen amigos, pero esto es más común en Ulán Bator, capital y donde estudian muchos jóvenes.
Así como encienden la estufa por la mañana y la cuidan durante el día, las mujeres son las primeras en encender las ramitas de la fe en sus hogares y mantener encendido el fuego, a pesar de las difíciles condiciones de vida. Durante la conversación, Perlima menciona el peso de los tanques de agua que ni ella ni su marido pueden levantar, un problema vital dado que las gher no tienen agua corriente. “Siempre me ha llamado la atención la fuerza de espíritu de las mujeres mongolas”, dice Lucia Bortolomasi.
“En sus rostros se ve un espíritu de resistencia y de paciencia inquebrantable. Son mujeres valientes que no se dejan asustar por el gélido invierno mongol, que no se dejan desanimar por las injusticias sociales y las dificultades que deben afrontar a diario para sostener dignamente a sus familias”. En la estepa de horizonte infinito, las madres entrenan la vista de sus hijos pidiéndoles que cuenten las ovejas hasta que sean tan invisibles como cabezas de alfiler. Les enseñan a mirar a lo lejos. Sin miedo.
*Reportaje original publicada en el número de septiembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva