El papa Francisco concede numerosas entrevistas, pero la que ha tenido con Bibiana Belsasso, Ana Silvia Fernández y Jorge Fernández Menéndez para el diario mexicano ‘La Razón’ es ciertamente especial, pues en ella nos encontramos, cara a cara, con el Jorge Mario Bergoglio persona. Y, aún más, con el pastor que pasó por el peor momento de su vida cuando en su Argentina natal había una dictadura militar que asesinaba a parte de la población por sus ideas.
En este sentido, los tres le preguntan al Pontífice por Esther Ballestrino de Careaga, familiar de todos ellos y a la que él conoció muy joven, cuando tenía 16 años, al entrar a trabajar con ella en un laboratorio. Después, bajo el régimen militar, ella fue una de las fundadoras de las Madres de la Plaza de Mayo, buscando incansablemente a su hija, la madre de su ahora entrevistadora, Ana Silvia Fernández. Finalmente, ella misma acabó siendo secuestrada y asesinada.
Recordando a su amiga, Francisco señala que “Esther era un mujerón, era una mujer decidida y una madre muy madre, o sea, no era una ideóloga, sino una mujer que trabajaba, que tenía sentido común, que ayudaba a aprender las cosas. Me ayudó tanto… Muy humana, muy humana, y madre”.
Entre otras muchas anécdotas, se le pregunta al Papa por el tiempo en que Esther, marxista, le dejaba sus libros a él para que los leyera. Algo que hacía siempre en clave de diálogo fraterno, sin imposiciones: “Era muy respetuosa, muy respetuosa. Jamás te imponía una idea, decía la suya. (…) Yo la respetaba y ella me respetaba. (…) Por ahí me daba un libro y me decía: ‘Mira, léelo, te va a interesar’. Yo le decía: ‘Explícame esto’. Y ella me lo explicaba y me respetaba. Cuando yo me metí de cura, ella me respetó y… esa es la amistad”.
Una relación forjada a fuego y en la que él incluso comprometió su vida, cuando accedió a la petición de su amiga de que se llevara sus libros y se los custodiara: “Eso fue genial. Me dijo: ‘Sí, ¿puedes venir? La abuela no está bien. ¿Puedes venir a darle la extremaunción? Trae la camioneta’. Ahí me di cuenta de que quería que me llevara algo”.
Pese al riesgo de tener esos libros, que eran “de batalla, de pensamiento marxista, político”, no lo dudó con tal de ayudar a su amiga. En ese sentido, “uno sabía cuándo podía hacerlo o no; peor era cuando llevaba algún escondido. Me acuerdo de un uruguayo (murió hace poco), un chico joven que vino de Uruguay a escapar y acá lo seguían. Entonces, yo lo refugié en San Miguel y él me dijo: ‘Chico, yo voy a andar en la iglesia tal, en tal banco…’. Yo no lo conocía, nos presentaron, lo metí en el auto atrás, cubierto con una frazada, en el asiento atrás, abajo, y lo llevé a San Miguel y tuvimos que pasar tres…, porque ya había pasado la Plaza de Mayo, tres guardias militares. Nada, pasamos; uno, cuando hace esas cosas, no se da cuenta”.
En esas ocasiones, como en todo lo que hace en su día a día, “siempre me encomendaba a Dios”. Aunque, al final, no podía escapar al desaliento: “Todos los días había noticias de gente que tomaba presa, desaparecida, y había que vivirlo con mucho cuidado”.
Con tristeza, sí, pero también con determinación: “En San Miguel había muchos escondidos. Con la excusa de que iban a hacer ejercicios espirituales, los teníamos guardados. Me acuerdo una vez de un chico, que se había casado hacía dos años y que tenía una bebita. Trabajaba en el observatorio cercano y un día se lo llevaron, y me acuerdo que yo fui al cuartel de la aeronáutica porque suponíamos que estaba ahí, en la zona de San Miguel. El hombre que estaba a cargo parecía un hombre bueno. Yo sospechaba que estaba ahí, casi seguro. Le dije: ‘Mire, esta gente que es detenida vive un infierno, pero ustedes que los tienen van a vivir otro infierno peor. Y no sé qué le dije, se veía que era un hombre bueno. Eso fue a la mañana, casi al mediodía; por la tarde, casi las cinco, pasó por el colegio y me dijo: ‘Lo van a dejar libre esta noche en tal lugar. No diga nada’. Le avisé a la mujer, fuimos allí y un auto lo dejó libre…”.
Aunque no le había identificado, al ser preguntado por su nombre, Francisco reconoce que “lo llamo todos los 24 de junio, porque es su cumpleaños. Vive acá, en el norte de Italia: Sergio Goguli”.
Y es que, más allá de ayudarle a escapar de la cárcel, Bergoglio consiguió que pudiera salir del país:
“Él era italiano, era migrante italiano. El hombre que lo dejó libre, que era buen hombre (a veces tienes un corazón grande y te toca vivir esto, me dijo: ‘Protéjalo’. Entonces, inmediatamente, llamamos al consulado italiano y pedimos protección consular. Lo internaron en un hospital italiano para curar la paliza que le habían dado y, gracias a la ayuda del cónsul italiano, se fue en barco con la mujer y la nena a Italia; lo acompañamos al puerto y todo. Me viene a ver de vez en cuando”.
Volviendo al caso de la hija de Esther Ballestrino, la madre de Ana Silvia Fernández, Francisco recuerda que, cuando la secuestraron, “estaba embarazada de menos de tres meses y salió de ocho meses. Cumplió diecisiete años en el campo de concentración y pasaron cuatro meses más”. Viva hoy, su hija le transmite su agradecimiento eterno: “Mi mamá te manda muchos, muchos saludos, y muchas gracias también por estar siempre”.
En la parte final de la charla, el Pontífice habla de otras cuestiones, como la etapa fundamental de la infancia: “Es importante, sobre todo, el cariño de los padres. (…) El trabajo infantil es impresionante, la explotación de chicos para el trabajo es impresionante. Hay lugares del mundo donde la esclavitud de chicos es cotidiana. Y pensar que, si durante un año no se fabrican armas, se acaba el hambre del mundo…”.
Y es que, “hoy día, las acciones que dan más provecho son las de fábricas de armas. Por supuesto que es sembrar; no se pueden comprar acciones de ahí porque estás dando tu dinero para matar”.
De ahí la necesidad de mantener una “memoria viva” de los desastres de la guerra: “Es la peor anestesia, olvidarse. Por eso, estas cosas a mí me gustan, porque recuerdan algo que pasó muy duro, no es solamente ponerse un pañuelo, es mantener viva una memoria, tenemos obligación de hacerlo. La cosa que a mí me sucedió varias veces cuando, el 1 de noviembre, subí a un cementerio militar. El último al que fui fue al cementerio de Anzio, que es el americano. Yo iba recorriendo las cruces: diecinueve, veintidós, ¡veintidós!”.
“Terrible la crueldad de una guerra”, se duele. Para ilustrarlo con una vivencia histórica: “Cuando el Desembarco de Normandía dicen que en la playa quedaron 30 mil muchachos… ¿Y las mamás? Cuando reciben la carta del Gobierno: ‘Señora, tengo el honor de decirle que tiene un hijo héroe y esta es la medalla’. ‘Yo no quiero al héroe, quiero a mi hijo’”.
“La guerra destruye, la ideología destruye”, remacha un emocionado Francisco. Puro Jorge Mario Bergoglio.