Oceanía

Medio centenar de chamanes llenan de música, baile y color la misa del papa Francisco en Papúa Nueva Guinea





Visto desde lo alto, el terreno de juego del estadio que lleva el nombre de Sir John Guise, primer gobernador desde la independencia de Papúa Nueva Guinea, era lo más parecido a un multicolor campo de tulipanes. Azules, rojos, amarillos, verdes y grises se alternaban en grupos compactos con un único punto en común: las cabezas con cabellos negros, porque en este país los rubios son un ínfima excepción entre los nueve millones de habitantes.



En un ángulo habían tomado asiento medio centenar de chamanes de todas las edades con el cuerpo semidesnudo lleno de collares y repintado; el atuendo se completaba con un soberbio penacho de plumas en la cabeza y cintas de varios colores en los brazos.

El estadio estaba lleno hasta la bandera (habría que utilizar el plural puesto que ondeaban muchas del Vaticano y de Papúa Nueva Guinea). Según los datos oficiales eran 23.000 los fieles presentes mientras en un polideportivo adjunto se preparaban para seguir la Misa a través de megapantallas otras 15.000 personas. La inmensa mayoría eran neoguineanos, pero también habían llegado grupos de peregrinos de Australia, Nueva Zelanda, el Reino de Tonga, las Vanuatú y otras islas del Océano Pacífico.

A las ocho en punto, el Papa (que poco antes había recibido en la Nunciatura Apostólica la visita del primer ministro James Marape) hizo su entrada en el estadio a bordo de un cochecito de golf y la multitud explotó en cantos, vítores y un sinfín de banderitas agitadas como saludo al Sucesor de Pedro, que no paraba de saludar y bendecir a diestro y siniestro. Una apoteosis.

El estadio de Port Moresby, durante la misa papal celebrada en Papúa Nueva Guinea

En la sacristía situada detrás de un elegante pero sobrio altar –repleto de espléndidas flores y plantas–, el Papa fue revestido con una capa pluvial verde y, desde el sillón donde estaba sentado, contempló la coreografía de los chamanes que abrían paso entre reverencias y danzas rituales a los obispos y sacerdotes concelebrantes.

Francisco inicio el rito eucarístico en inglés, pero las dos primeras lecturas –la del profeta Isaías y la del apóstol Santiago– fueron leídas en tok pisin que, con el hiri motu, son también lenguas oficiales en la barahúnda de otras 820 habladas a nivel local.

Inspirándose en el evangelio de Marcos, que narra la curación del sordomudo del territorio de la Decàpolis, que “era un marginado del mundo, estaba aislado, era un prisionero de su sordera y de su mudez”, el Papa hizo otra lectura de esa sordomudez, “pues pudiera ocurrirnos –dijo– que nos encontremos apartados de la comunión y de la amistad con Dios y con los hermanos cuando más que los oídos y la lengua sea nuestro corazón el que esté obstruido. Existe una sordera interior y un mutismo del corazón que dependen de todo aquello que nos encierra en nosotros mismos, que nos cierra a Dios y a los demás: el egoísmo, la indiferencia, el miedo a arriesgarse e involucrarse, el resentimiento, el odio y la lista podría continuar…”.

Sanar la sordera

Dirigiéndose a los habitantes de esta gran isla que se asoma al Océano Pacífico y que “tal vez hayan pensado alguna vez que se trata de una tierra lejana, distante, situada en los confines del mundo”, les aseguró, por el contrario, que el Señor, como hizo con el sordomudo, “quiere acercarse a ustedes, abrir las distancias, hacerles sentir que están en centro de su corazón y que cada uno es importante para Él, quiere sanarles su sordera y su mudez”.

Esta crónica no me parecería completa si no añado un comentario muy elogioso al acompañamiento musical de esta Misa y de todas las ceremonias celebradas estos tres días. Ha habido coros y orquestas estupendas, pero eso no es algo inédito en estas manifestaciones litúrgicas; lo que me ha llamado la atención es la hermosura del repertorio religioso popular que, como hemos podido comprobar, conocen de memoria todos los fieles y lo interpretan con devoción.

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