“Transmítale al Papa nuestros saludos y deseos de paz, y dígale que rezamos por él. Invítele a visitarnos”. Así contaba el cardenal John Ribat, msc, en 2019 en esta revista, el añorado deseo de los papúes por una visita de Francisco. Seguro que León XIII habría aceptado también con gran ilusión esta invitación. Él puso todo su empeño en enviar misioneros a las lejanas tierras de Melanesia y Micronesia. El reto lo aceptó el P. Julio Chevalier, fundador de los Misioneros del Sagrado Corazón, y así, en 1882, llegaría a la isla de Matupit, Nueva Bretaña, la primera expedición, que partió de Barcelona trece meses antes. Al frente, el P. André Navarre, pero las circunstancias adversas en aquel territorio les impidieron establecer una misión.
Tres años después, un entusiasta P. Verius, el Hno. Gasbarra y el P. Marconi componen la segunda expedición. Esta vez sí, consiguen instalarse en Yule. Una pequeña isla, frente a la costa sur de Papúa, desde la que realizar incursiones a los territorios de las tribus Roro y Mekeo. Allí, en julio de 1885, celebran la primera misa.
Los conflictos entre tribus eran frecuentes, el canibalismo una práctica habitual, sus tradiciones tribales y la brujería formaban parte de lo cotidiano y las supersticiones eran la manera de comprender lo que no entendían. Con tantos desafíos, la labor evangelizadora debía ir unida a otras misioneras, dedicadas al desarrollo del pueblo.
Primero, acabar con las luchas entre tribus. El P. Verius fue esencial. Logró el respeto de los jefes de los clanes y evitó varias guerras que habrían dado al traste con la evangelización. La integración de los misioneros debía ser real. Era imprescindible su confianza y, para ello, entender sus tradiciones y su particular ‘cosmovisión melanesia’. Así comprenderían al Dios del Amor.
“También había desafíos muy grandes en cuestión de salud. Eran tiempos de malaria, de enfermedades, pueblos con escaso contacto con Occidente y la medicina”, relata a Radio Vaticana el P. Abzalón Alvarado, msc, superior general de los Misioneros del Sagrado Corazón. Los hechiceros hacían las veces de curanderos. Aunque el propio P. Verius había estudiado algo de medicina como misionero, era necesaria más ayuda. En 1887 llega a la isla un grupo de Hijas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, a las que el P. Navarre, ya obispo, les dice al recibirlas: “Ha llegado vuestra hora, la misión os necesita y os espera”. Los indígenas las llamaron Iviao-love (doncellas santas).
Las hermanas Clara, Marta y Magdalena, junto a la madre Ligoria, comienzan a abrir dispensarios que hoy son centros de salud. La Hna. Mona Papu es la directora del de Inauaia, construido por el P. Xavier Vergés, msc, donde ella conoció a los misioneros y sintió su vocación de servicio. Cuenta la Hna. papú Elizabeth Inapi, al P. Paco Blanco, superior provincial de España, que ella también debe su vocación al P. Vergés. “Le conocí cuando tenía 4 años, fue su ejemplo el que me atrajo a la vida religiosa. Él construyó la misión, la iglesia, la escuela, el convento de las hermanas, el hospital”. Crear centros de formación en enfermería fue un punto de inflexión en el desarrollo del país. Y es que las escuelas, en general, ayudaron a la educación de una población que desconocía incluso su propia lengua, de entre las más de 800 del país.
Los misioneros no se limitaron a llevar la palabra de Dios y mostrar un nuevo estilo de vida basado en el ‘Amor derramado’ de Cristo. La sociedad papú de hoy posee la estructura que los misioneros tuvieron el acierto de crear. Iglesia, dispensario y escuela son el centro de la organización social que aún tiene el país. A este conjunto, lo siguen llamando ‘Mission’.