La escritora regresa al panorama literario con ‘El niño que perdió la guerra’ (Plaza & Janés), una novela en la que denuncia la “demagogia” política en torno a la inmigración, afirmando que “ninguno puede dar lecciones humanitarias porque no lo está haciendo bien”. A través de la historia de Pablo, un joven hijo de republicanos enviado a Moscú en 1939 para escapar del avance franquista, la autora explora el drama de quienes, en su intento por huir de un conflicto, se enfrentan a otro. Pablo será acogido por Anya, quien lo protegerá en un contexto igualmente opresivo bajo el régimen estalinista.
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PREGUNTA.- El protagonista de su novela es uno de aquellos niños enviados a la Unión Soviética para evitarles el horror de la derrota en nuestra guerra… pero terminaron conociendo el implacable rostro de la dictadura soviética.
RESPUESTA.- Todas las dictaduras son terribles, pero el drama de estos niños radica en que escapaban del franquismo solo para acabar atrapados en el estalinismo. Los hijos siempre pierden las guerras de sus padres. Hay que imaginar la angustia de esos niños, separados de sus familias, con la esperanza de volver pronto, pero se encuentran con otra cultura, otro idioma, otros códigos… y no pueden regresar. Es una doble tragedia.
Debate hipócrita
P.- Si la historia del mundo es la de las migraciones, ¿se pueden regular?
R.- Me canso de decirlo. Ninguna historia se puede entender sin considerar las migraciones. Cuando alguien no puede alimentar a sus hijos o hay guerra, se marchan. ¿Qué quieres regular? No se puede. Si viviera en el Cuerno de África y mi familia estuviera al borde de la muerte por hambre o por la guerra, yo también buscaría un lugar donde vivir mejor. Nadie abandona su hogar ni se lanza al Mediterráneo en una balsa si no es por una razón poderosa. Los que cuestionan esto deberían reflexionar. Es una cuestión de salvar la vida, de buscar una vida mejor, y tienen todo el derecho. El debate político actual es hipócrita: convertir una tragedia en una cuestión partidista. Deberían sentarse y darle una solución. (…)
P.- ¿Es una mujer de fe?
R.- Me he educado en la tradición católica y respeto nuestras raíces. No me gusta la Iglesia excluyente, pero sí la de Francisco, la que dice: “Hagas lo que hagas, aquí tienes perdón y te acogemos”. Soy una creyente imperfecta, pero lo soy. El cristianismo forma parte de mi vida. La figura de Cristo me fascina: alguien que te tiende la mano, no te condena y siempre ofrece la posibilidad de salvación. Somos herederos de una cultura judeocristiana, esas son las raíces de Europa. Sin ellas, nuestra cultura estaría vacía. No puedes entender un museo si piensas que san Sebastián es simplemente un hombre que los indios han flechado. Hay que estudiar la historia de las religiones, no desde un punto de vista doctrinal, sino cultural. Si no sabemos de dónde venimos, no sabemos dónde estamos ni quiénes somos. (…)