Se acababa septiembre y Madrid respiraba aún calor y ganas de jarana aquel domingo. El estío había dejado paso al otoño y alguna hoja seca en la calzada se pegaba ya a la suela de los zapatos. El Teatro Novedades, con capacidad para 1.500 personas, llenó mil de sus localidades aproximadamente. Una buena entrada. La opereta que se representaba era ‘La mejor del puerto’, del maestro Alonso, y la función transcurría en paz.
Hasta que un farolillo de los que adornaban la goleta que se levantaba en el escenario, reconvertido en una Sevilla a pie de río, empezó a arder. Arrancaba la tragedia. Eran las 20:55 de la noche y el último cuadro de la obra estaba a punto de empezar. De hecho, los actores se cambiaban de vestuario en sus camerinos, ajenos a lo que sucedía en el escenario y que se convertiría en el incendio más pavoroso y mortífero de la capital, con 80 muertos y más de 200 heridos de diversa consideración. Además, un cortocircuito debido a las llamas había dejado sin luz el interior. Había que salvar la vida a tientas.
Los periódicos de la época, como ‘La Nación’ o ‘El Heraldo de Madrid’, informaron de la tragedia. El teatro, levantado en madera, se convirtió en una pira, una auténtica tea que se pudo ver arder desde casi cualquier punto de Madrid. Actores, cantantes, personal del teatro y público se convirtieron en una amalgama de cuerpos con un objetivo único: alcanzar la calle y salvar la vida.
Y en medio de aquella terrible película que, por desgracia, no lo era, la figura de los miembros de la orquesta y su director titular –junto con Enrique Bru–, el maestro Cayo Vela (Brea de Aragón, Zaragoza, 1885-Granada, 1937). Al percatarse de que algo pasaba, trató de calmar los ánimos del público invitando a los maestros a tocar un pasodoble, ‘La Lagarterana’. La idea sirvió hasta que el fuego empezó a alcanzar dimensiones imposibles de controlar.
El director, uno de los últimos en abandonar el teatro, trató de alcanzar la salida atravesando el patio de butacas y, en su carrera, salvó la vida de una pequeña que se agazapaba entre las butacas esperando el milagro de ver a su madre. Un grupo le seguía de cerca y parece que conocer el interior del coliseo fue clave a la hora de dar con la calle. Así lo recogía el diario La Nación el 28 de septiembre de 1928: “El teatro se quedó repentinamente a oscuras, y gracias a mi conocimiento del local traté de orientarme… Por el escenario no había medio de salir… Por la calle de Amazonas, tampoco… Recordé entonces que en la calle de las Velas había una tienda con entrada al teatro, y allí me dirigí, encontrando echado el cierre metálico de la tienda… Como Dios nos dio a entender, saltamos el cierre y salimos”. El semanario ‘El Nuevo Mundo’ recogía días después de la tragedia la imagen del músico en el hospital y con la cabeza vendada, aunque feliz por haber podido salvar su vida y la de todo el grupo que le siguió buscando la salida.