Si alguien pudiera pensar que el grito de “vergüenza” lanzado por Francisco este viernes ante los reyes y el primer ministro de Bélgica daba por cerrada su petición de perdón por la crisis de los abusos en la Iglesia, se equivocaba. El Papa volvió a entonar un contundente ‘mea culpa’ esta mañana, en el encuentro que mantuvo con los obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas en la Basílica del Sagrado Corazón de Koekelberg. Y lo hacía horas después de una reunión con víctimas en la tarde del viernes durante de horas en la nunciatura.
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En el templo, tras escuchar el testimonio de Mía, responsable de un centro de acogida para víctima de abusos en Flandes, el pontífice le agradeció “el gran trabajo que hacen para transformar la rabia y el dolor en ayuda”. En ese momento, todos los presentes en el templo interrumpieron al Papa con un más que sonoro aplaudo.
Corazón de piedra
“Los abusos generan atroces sufrimientos y heridas, mermando incluso el camino de la fe”, aseveró el pontífice después. “Y se necesita mucha misericordia para no permanecer con el corazón de piedra frente al sufrimiento de las víctimas, para hacerles sentir nuestra cercanía y ofrecerles toda la ayuda posible, para aprender de ellas —como lo has dicho tú— a ser una Iglesia que se hace sierva de todos sin someter a nadie”, reflexionó en voz alta. Y apostilló que “una raíz de la violencia está en el abuso de poder, cuando utilizamos nuestros roles para aplastar o manipular a los demás”.
Más allá de esta cuestión, el Papa también se adentró en la reforma eclesial que está emprendiendo, con la vista puesta en la segunda vuelta del Sínodo de la Sinodalidad, que arrancará la semana que viene en Roma. “El proceso sinodal debe ser un retorno al Evangelio, no debe haber entre las prioridades alguna reforma que vaya ‘a la moda’, sino más bien cuestionarse”, remarcó. A la vez, lanzó una pregunta a su auditorio: “¿Cómo podemos hacer llegar el Evangelio a una sociedad que ya no lo escucha o que se aleja de la fe? Preguntémonos todos”.
Crisis de la fe
En medio de este proceso, Francisco elogió a la Iglesia belga por ser una “Iglesia en movimiento”. “Los cambios de nuestra época y la crisis de la fe que experimentamos en occidente nos han impulsado a regresar a lo esencial, es decir, al Evangelio, para que a todos se anuncie nuevamente la buena noticia que Jesús trajo al mundo”, compartió con los católicos presentes en la basílica, consciente de que “hemos pasado de un cristianismo establecido en un marco social acogedor, a un cristianismo ‘de minorías’ o, mejor dicho, de testimonio”.
Por ello, reclamó, tanto de los consagrados como de los laicos, “la valentía de una conversión eclesial, para comenzar esas transformaciones pastorales que tienen que ver incluso con las costumbres, los modelos, los lenguajes de la fe, para que estén realmente al servicio de la evangelización”.
Fue en este punto de su discurso, cuando el Papa fue ovacionado una vez más. En concreto, los fieles presentes en el templo le interrumpieron cuando reivindicó una comunidad integradora e inclusiva: “En la Iglesia hay lugar para todos y ninguno debe ser fotocopia de nadie”. “La unidad en la Iglesia no es uniformidad, se trata más bien de encontrar la armonía en la diversidad”, remató.