El trinitario Simón de Rojas lo fue todo en la Iglesia española entre mediados del siglo XVI y el primer tercio del XVII. Nacido en Valladolid el 28 de octubre de 1552, sus padres, Constanza y Gregorio, rezaban constantemente a la Madre de Dios. De ahí que vieran como algo natural que sus primeras palabras, a los 14 meses, fueran estas: “Ave, María”. Por lo mismo, a nadie le sorprendió que, con solo 12 años, ingresara en el convento trinitario pucelano, haciendo la profesión religiosa el 28 de octubre de 1572.
Tras formarse en la Universidad de Salamanca entre 1573 y 1579, él mismo fue docente de Filosofía y Teología en la de Toledo, entre 1581 y 1587. A partir de 1588, fue superior en varios conventos de la Orden Trinitaria. Hasta que, el 14 de abril de 1612, fue un paso más allá y fundó la Congregación de los Esclavos del Dulcísimo Nombre de María, de carácter laical y abierta a personas de todo rango social, siendo su último fin el “servicio de los pobres”. Su prestigio era tal que la Corona (el rey y sus hijos estaban suscritos a su comunidad) le tenía como uno de sus sacerdotes referencia, siendo preceptor de los infantes y confesor de la reina Isabel de Borbón, hija del galo Enrique IV y mujer del monarca español, Felipe IV.
Tras su muerte, el 29 de septiembre de 1624 en Madrid, el pueblo reconoció su fama de santidad. Se le rindieron homenajes fúnebres durante 12 días y hasta el propio nuncio del Papa, apenas unas semanas después del fallecimiento, mandó iniciar la causa de su beatificación. Esta llegó, el 19 de mayo de 1766, con el papa Clemente XIII. Debieron de pasar dos siglos hasta que, el 3 de julio de 1988, en pleno Año Mariano, fue Juan Pablo II quien le canonizó en Roma.
Cómo no, el impulso definitivo llegó con Karol Wojtyla, cuyo lema pontificio era el ‘Totus tuus’ (‘Todo tuyo’), que ya había encarnado Simón de Rojas al invitar a todos los cristianos a ser “esclavos de María”, en una “pertenencia total” para, a través de Ella, “unirse más íntimamente a Cristo y en él, por el Espíritu, al Padre”.
Como reconoce la Santa Sede, “Simón de Rojas, que era considerado uno de los más grandes contemplativos de su tiempo, y que en la obra ‘La oración y sus grandezas’ demuestra ser un gran formador de almas de oración, quería que a la dimensión contemplativa se uniese la activa, las obras de misericordia. Fiel al carisma trinitario, promovió redenciones de esclavos, remedió numerosísimas necesidades de los pobres, consoló enfermos, desheredados y marginados de todo tipo. Cuando recibió encargos en la Corte, puso como condición para aceptarlos el poder seguir ocupándose de sus pobres, a los que ayudaba de muchas maneras, siempre con alegría a cualquier hora del día o de la noche”.
Valiéndose de su influencia en la Casa Real, “hizo que se esculpiese con letras de oro sobre la fachada del Palacio Real de Madrid el saludo angélico que él tanto amaba: ‘Ave, María’. El 5 de junio de 1622, pidió a la Santa Sede la aprobación de un texto litúrgico por él compuesto en honor del Dulcísimo Nombre de María, texto que más tarde el papa Inocencio XI extendió a toda la Iglesia”.
Valga esta presentación para poner de relieve la gran fiesta que se ha vivido el pasado 28 de septiembre en la madrileña catedral de La Almudena Madrid para celebrar el IV Centenario de la muerte san Simón de Rojas. Presidida la eucaristía por el cardenal José Cobo, arzobispo de Madrid, el templo se llenó de consagrados y laicos ligados a la familia trinitaria.
En su homilía, Cobo reivindicó el legado de Simón de Rojas como “un espejo donde todos nos podemos mirar”, siendo la suya “una intensa vida de servicio y oración, mostrándose a todos, por encima de su condición social, como un pastor “cercano y humano”.
En este sentido, “fue un padre de los pobres que no miró para otro lado ante el sufrimiento. Ayudó a esclavos, presos, prostitutas, niños de la calle y personas hambrientas, enfrentándose a las necesidades de su tiempo con compasión y acción”. Puesto que “hoy, como hace 400 años, las calles de Madrid siguen mostrando pobreza y marginación”, el purpurado pidió a la Familia Trinitaria “continuar esa labor con los más necesitados”.
Cobo también puso en valor que Simón de Rojas fue un visionario al apostar por el laicado, como demuestra el hecho de que, cuatro siglos después, la congregación creada por él “hoy sigue alimentando a los pobres de Madrid”. Una entrega que aúna lo espiritual con las obras, la fe y la acción: “San Simón fue un maestro de oración, que integró contemplación y caridad”.
Una senda en la que, como no, la devoción mariana adquiere una resonancia íntima y especial: “Él fue conocido como el ‘padre Ave María’ por su devoción sencilla y profunda a la Virgen. Esta cercanía maternal con María inspiró tanto a los reyes como a la gente humilde, convirtiéndose en un lazo espiritual que trascendió generaciones”.