“No fui yo quien dejó la Iglesia. Ella fue quien me dejó. De hecho, nunca me acogió realmente. Tardé algo de tiempo en entenderlo hasta que, de pronto, lo tuve claro. Recuerdo el momento exacto: estaba viendo el funeral de Juan Pablo II por televisión. Eran imágenes conmovedoras. Pero hubo algo que me molestó. Y así, de repente, tuve una revelación: todos eran hombres. ‘¿Dónde están las mujeres?’, me pregunté. Y sigo preguntándomelo. No fue fácil dejar de considerarme católica. Al principio me sentí culpable porque era como traicionar a mi familia. A veces, echo de menos a la comunidad. Pero no puedo volver atrás. Mis hijas, que tienen una mirada más distante, me han ayudado a ver las cosas con más claridad. ¿Por qué debería yo formar parte de una institución que mantiene a las mujeres al margen y además justifica esta exclusión con razones doctrinales y teológicas?”. Estas palabras de Marta, profesora de 60 años, transmiten el dolor de muchas.
Sabina, profesional de 46 años cuenta: “El otro día no aguanté más y me fui. Las palabras de la homilía fueron tan pedantes, vacías, irritantes… El sacerdote hablaba de Adán y Eva, pero a Eva no la conocía para nada. Y se sentía con derecho a hablar por ella y por todos: ‘las mujeres quieren esto, las mujeres están preparadas para aquello, las mujeres son capaces de lo otro’”.
Lina, trabajadora social de 38 años, dice: “Quería bautizar a mi hijo mayor. No estoy segura de por qué, fue un impulso. Cuando se lo dije al párroco, empezó a hacerme un tercer grado. En realidad, era yo quien quería hacerle preguntas sobre el Evangelio, Jesús, la fe. De niña había ido a catequesis, pero poco más. Ahora quería entender para volver a acercarme… No me dio ni tiempo. Como solo me casé por lo civil –aclaró inmediatamente– no podría darme ni la absolución ni la Eucaristía. No le había ni preguntado nada cuando ya empezó a enumerar una serie de reglas que no entendí para nada. No volví”.
“Dirijo un grupo de investigación en medicina molecular –dice Alice, de 50 años–. Cada vez que entraba a la parroquia me sentía catapultada treinta años atrás. Allí, solo era una esposa y una madre, nada más. Solo se tienen en cuenta mis funciones de cuidadora. Dejé de ir a la parroquia”.
No son episodios aislados. Las mujeres del siglo XXI tienen montañas de “anécdotas” de este tipo en la Iglesia. En muchos casos, no son afirmaciones hostiles. En estos testimonios se puede escuchar la voz del Espíritu, afirma el teólogo estadounidense Bradford Hinze. La creciente desafección de las fieles podría ser un signo de los tiempos. El fenómeno está muy extendido, como subrayan las ciencias sociales. En Italia, el último Informe Juventud del Instituto Toniolo revela un verdadero éxodo de mujeres de la Iglesia.
Un fenómeno que comenzó casi de puntillas a partir de los años 60 y surgió con fuerza en las últimas décadas con la llamada generación Z (las nacidas entre 1996 y 2010). Ya en 2014, el teólogo Armando Matteo, hoy secretario del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, llamó la atención sobre “la fuga de las cuarentañeras”. Sin embargo, no se le escuchó.
El 33 por ciento de las mujeres italianas menores de 30 años se declaran católicas, frente a hace diez años eran casi el doble, el 62 por ciento. Quienes se definen como ateas pasaron del 12 al 29,8 por ciento. Cifras similares a las de sus pares masculinos. Hasta ahora las fieles habían sido la excepción a la creciente desconfianza hacia las prácticas religiosas. Ahora ya sucede en Italia como en el resto de Europa.
En Estados Unidos se ha producido incluso un avance en clave ecuménica. Según una reciente encuesta del Survey Center on American Life, el 54 por ciento de las jóvenes abandonan las distintas confesiones cristianas, frente al 46 por ciento de los jóvenes. “Una acumulación de experiencias negativas” es el motivo de este abandono, según el director Daniel Cox y la coordinadora del programa e investigadora Kelsey Eyre. Un abandono silencioso, en general. “El sonido de una mujer que abandona la Iglesia es el de una sola mano aplaudiendo”, escribió hace un año, en una carta abierta al ‘National Catholic Reporter’, la periodista Geraldine Gorman, profesora de ciencias de la enfermería y activista por la no violencia.
Cada mujer tiene su propia lista personal de frustraciones vividas en el ambiente eclesial. El no reconocimiento de la emancipación obtenida, a pesar de las limitaciones en el ámbito civil, la creciente divergencia entre moral sexual y comportamiento individual, la exclusión de facto de puestos de responsabilidad y de los ministerios ordenados… “El simbólico femenino construido por la Iglesia es algo en lo que las mujeres concretas de esta época ya no pueden reconocerse”, afirma la teóloga Selene Zorzi.
“Cada día, las mujeres católicas son testigo de cómo todos los papeles cruciales vienen confiados a los hombres como la celebración eucarística, la oración o el liderazgo de la comunidad… Incluso el lenguaje es masculino. A los ojos de la Iglesia, las mujeres son esencialmente madres y esposas y solo, en segundo lugar, trabajadoras. Quien no tiene familia heterosexual o hijos, o es soltero, no se siente reconocido”, subraya Gunda Werner, profesora de Dogmática en Alemania, y portavoz del Forum of Catholic women theologian.
El tema es recurrente en el norte del mundo, pero está empezando a surgir en otros lugares como en América Latina, donde es notoria la disminución de catequistas en los últimos años. Si los obispos del continente durante la Conferencia de Aparecida de 2007 hablaron de la ausencia de hombres en las comunidades eclesiales, la disminución revela un distanciamiento de las mujeres, especialmente de las jóvenes. Su decepción se expresa, más que con una “huida”, con una limitación de los tiempos y espacios de vida dedicados a la Iglesia. Algo similar ocurre en África y Asia.
El descontento femenino es un fenómeno global, a juzgar por la transversalidad geográfica con la que el grito de las mujeres emanó de las síntesis continentales presentadas en el Sínodo. El proceso de escucha y de discernimiento ha puesto la cuestión en primer plano. Un fruto fue la presencia sin precedentes en el Aula, en la primera sesión de octubre de 2023, de 54 “madres sinodales” con derecho a voto. “El Sínodo hizo que se percibiera claramente el malestar de las mujeres. Aún no se comprenden sus causas fundamentales. Escuchamos las palabras de las mujeres, pero muy poco las verdades que esas palabras contienen. Al menos cuando implican una transformación en el interlocutor”, subraya la teóloga argentina Carolina Bacher, investigadora de la Universidad Católica Silva Henríquez de Santiago de Chile y experta en sinodalidad.
“La primera Asamblea expresó con gran claridad y sentido de responsabilidad, gracias a las mujeres presentes, el deseo de cambio. En este sentido, el Sínodo ha reiniciado el proceso de cambio de paradigma del Vaticano II, esa “revolución evangélica” de la que es el corazón palpitante una nueva relación entre varón y mujer, en Jesús, alejada de los estándares patriarcales de entonces y de ahora”, afirma el padre Piero Coda, secretario general de la Comisión Teológica Internacional.
El Documento de síntesis pide con fuerza “un reconocimiento real y una valorización específica de la presencia y contribución de las mujeres y una promoción de las responsabilidades pastorales en la vida y la misión de la Iglesia”. “Solicitan mayor participación de las mujeres en los procesos de toma de decisiones y la reconsideración de su papel a partir de lo que ya es posible, tanto en la enseñanza como en la asignación de funciones dentro de las diócesis y en los procesos canónicos”, explica el padre Giacomo Costa, secretario especial del Sínodo sobre la sinodalidad.
La indicación es clara y no es necesario realizar más aclaraciones. Se trata de entender cómo ponerla en práctica. Sin esperar las conclusiones de la próxima reunión sinodal, el Papa Francisco ha confiado el asunto a uno de los diez grupos de trabajo.
La participación de las mujeres bautizadas en la vida eclesial será tratada por la quinta comisión, llamada a examinar “determinadas cuestiones teológicas y canónicas en torno a formas específicas de ministerialidad”. “La cuestión femenina es transversal y afecta a todos los grupos, desde la formación hasta el debate sobre cuestiones éticas controvertidas. La decisión de confiarla a este último no debe interpretarse como una manera de sacar la cuestión del debate en el Aula que se centrará en la sinodalidad de la Iglesia, sino todo lo contrario. Significa que el tema ha surgido con fuerza. No se necesitan más debates, sino reflexiones oportunas para poder tomar las medidas necesarias”, subraya el padre Coda.
El momento es delicado. A las expectativas de muchas y muchos se suman los temores de cuantas y cuantos temen el riesgo de una deriva gatopardesca de un camino objetivamente complejo. Preocupaciones exacerbadas tras el aparente cierre de la posibilidad del diaconado femenino por parte del Pontífice en la entrevista de la CBS del pasado mayo. “Estamos en medio de un camino. Es fundamental, que ninguna de las partes interrumpa el diálogo. Este último no se concluirá hasta que ambas partes estén satisfechas –subraya Bacher–. Cualquier pronunciamiento debe enmarcarse en el horizonte de una conversación abierta en la que se tomen decisiones que expresen el acuerdo alcanzado.
Sería apropiado establecer estructuras en las que se pueda seguir debatiendo el conflicto y sacar a la luz las tensiones, sin miedo. A lo largo de la historia, la Iglesia se ha enfrentado en otras ocasiones a encendidos debates. Es la Tradición la que nos ofrece preciosas indicaciones sobre cómo proceder. El paradigma sigue lo recogido en las Actas del Concilio de Jerusalén cuando se decidió que los cristianos de otras tradiciones no estaban obligados a seguir las reglas del judaísmo. El principio invocado entonces por Pedro fue el de ‘no imponer más cargas de las necesarias’. Esto era válido entonces y lo es ahora. La ‘opción por los últimos’ es un criterio de discernimiento sinodal que discierne lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia de hoy”.
*Reportaje original publicado en el número de septiembre de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva