En enero de 1941, con 71 años, Henri Matisse (Le Cateau-Cambrésis, 1869-Niza, 1954) creyó que iba a morir. Había viajado desde Niza hasta Lyon, cruzando la Francia ocupada, para someterse a una colostomía. Solo la insistencia de su hija mayor, Marguerite, le hizo acudir a aquella clínica y someterse a la operación que le debía salvar de un cáncer de duodeno. “Estaba preparado para morir”, declararía después. Sobrevivió con “los dolores más atroces”, según confesó a Pierre Courthion. “¿Aún hay infierno, incluso después de esto?”, llegó a preguntar a las monjas que le cuidaban.
Pero Matisse, el maestro del modernismo, logró recuperarse, incluso salió a pasear días después y volvió a encontrar la belleza: “Esa masa de árboles, todos sin hojas pero en floración, se parecía al manto de la Virgen”, les dijo a las hermanas. Ellas, como narra Alastair Sooke en ‘Matisse, una segunda vida’, le pusieron un apodo: el Ressuscité, “el hombre que ha resucitado de entre los muertos”. El pintor era fauvista y ateo. Sin embargo, confesó en una carta a su hijo Pierre: “Esto lo cambia todo. El presente y el futuro son un regalo inesperado”.
Dos años después, dejó Cimiez –el extrarradio de Niza en el que había vivido tantos años– y se trasladó a pocos kilómetros, a una villa llamada Le Rêve, en Vence. Allí se reencontró con la hermana Jacques-Marie, que le había cuidado en Niza cuando aún se llamaba Monique Bourgeois, su enfermera y modelo antes de ingresar en la orden dominica. Y para las monjas de Vence creó Matisse la Capilla del Rosario: “A pesar de sus imperfecciones, la considero mi obra maestra”, le escribió a Paul Rémond, obispo de Niza.
Para el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente emérito del Consejo Pontificio de la Cultura, la capilla –consagrada el 25 de julio de 1951– es “un milagro”. Sooke recurre a Nicholas Serota, ex director de la Tate Gallery, y su sobrecogimiento al entrar en ella: “Quien entre en ese espacio y no sienta una gran emoción, es incapaz de sentir. Tiene que ser una de las obras más importantes de todos los tiempos y lugares. La bóveda de la Capilla Sixtina, la Capilla de Vence: no me gustaría tener que elegir una de las dos”.
La posibilidad de diseñar la capilla –el “culmen de una vida de trabajo”, como él la calificó– surgió cuatro años antes, en 1947, cuando la hermana Jacques-Marie volvió a ver al pintor en una clínica cercana a Le Rêve que atendían las dominicas. Fue ella quien le contó que estaban usando un garaje para el culto y que les gustaría construir una capilla, incluso le mostró el esbozo de una vidriera dedicada a la Asunción de la Virgen.
El pintor pidió la colaboración de otro paciente, un joven novicio aficionado a la arquitectura, Louis-Bertrand Rayssiguier, y asumió el proyecto, que acabó siendo mucho más que una simple capilla en forma de L con apenas 15 metros de longitud en su nave principal. Matisse se multiplicó: concibió las vidrieras de los ventanales, tres magnos murales cerámicos, la torre, el tejado, el tabernáculo, la puerta del confesionario, tres pilas de agua bendita en cada puerta, un estanque en el jardín, incluso una decena de casullas sacerdotales con sus estolas y cubre cálices a juego.