Con la eucaristía de este domingo presidida por el papa Francisco se ha cerrado de forma oficial el Sínodo de la Sinodalidad, un encuentro que tras dos sesiones el documento final queda como definitivo tras el anuncio del pontífice de no realizar una exhortación apostólica. La basílica de san Pedro ha acogido esta celebración.



Las cegueras de la historia

En la homilía, el Papa comentó la curación del ciego Bartimeo de la liturgia del día, un mendigo “descartado sin esperanza” que acude a Jesús porque “lo único que le queda es eso: gritar su propio dolor y llevar a Jesús su deseo de recuperar la vista” y es que “Dios escucha siempre el clamor de los pobres y ningún grito de dolor queda sin ser escuchado por Él”. Contemplando al mendigo, Francisco destacó que “para vivir de verdad no podemos permanecer sentados: vivir es siempre ponerse en movimiento, caminar, soñar, hacer proyectos, abrirse al futuro” frente a esa “ceguera interior que nos bloquea, que nos hace quedarnos sentados, inmóviles al margen de la vida, sin esperanza” algo que se puede aplicar a la Iglesia.

Para el Papa “a lo largo del camino, muchas cosas pueden volvernos ciegos, incapaces de reconocer la presencia del Señor, incapaces de afrontar los desafíos de la realidad y, a veces, inadecuados para saber responder a los muchos interrogantes que nos interpelan”. Ante “los retos de nuestro tiempo”, instó el pontífice, “una Iglesia sentada que, casi sin darse cuenta, se retira de la vida y se pone a sí misma a los márgenes de la realidad, es una Iglesia que corre el riesgo de permanecer en la ceguera y acomodarse en el propio malestar”.

El Señor que pasa

Por ello, el Sínodo impulsa a la Iglesia a ser “la comunidad de los discípulos que, oyendo al Señor que pasa, percibe la conmoción de la salvación, se deja despertar por la fuerza del Evangelio y comienza a clamar a Él”. Todo ello “recogiendo el grito de todas las mujeres y los hombres de la tierra: el grito de aquellos que desean descubrir la alegría del Evangelio y de aquellos que, en cambio, se han alejado; el grito silencioso de quienes son indiferentes; el grito de los que sufren, de los pobres y de los marginados; la voz quebrada de quienes no tienen ni siquiera la fuerza de clamar a Dios, porque no tienen voz o porque se han resignado”. Porque, añadió Francisco: “No necesitamos una Iglesia paralizada e indiferente, sino una Iglesia que recoge el grito del mundo y –voy a decirlo aunque alguno se escandalice– una Iglesia que se ensucia las manos para servirlo”.

Como el ciego que finalmente sigue a Jesús tras su curación, “se convirtió en su discípulo”; el Papa alertó que “cuando estemos sentados y acomodados, cuando como Iglesia no encontremos las fuerzas, el valor y la audacia necesarias para levantarnos y retomar el camino, recordémonos de regresar siempre al Señor y a su Evangelio” que pasa. Este seguimiento, para el pontífice “es una imagen de la Iglesia sinodal: el Señor nos llama, nos levanta cuando estamos sentados por tierra o caídos, nos hace recobrar una vista nueva, para que, a la luz del Evangelio, podamos ver las inquietudes y los sufrimientos del mundo; y de este modo, puestos en pie por el Señor, experimentemos la alegría de seguirlo por el camino”. “No caminar por nuestra propia cuenta o según los criterios del mundo, sino caminar juntos detrás de Él y con Él”, advirtió.

Francisco reivindicó “no una Iglesia sentada, sino una Iglesia en pie. No una Iglesia muda, sino una Iglesia que recoge el grito de la humanidad. No una Iglesia ciega, sino una Iglesia iluminada por Cristo, que lleva la luz del Evangelio a los demás. No una Iglesia estática, sino una Iglesia misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo”. Algo que representa, destacó, la antigua Cátedra de san Pedro que acaba de ser restaurada que es “la cátedra del amor, de la unidad y de la misericordia” por la primacía de la caridad. “Esta es la Iglesia sinodal: una comunidad cuyo primado está en el don del Espíritu, que nos hace a todos hermanos en Cristo y nos eleva hacia Él”, instó. “Dejemos a un lado el manto de la resignación, entreguemos al Señor nuestras cegueras, levantémonos y llevemos la alegría del Evangelio por las calles del mundo”, concluyó el pontífice.

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