Al sacerdote valenciano Luis Miguel Castillo Gualda, profesor de la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de la Universidad Católica de Valencia, el papa Francisco no solo le designó personalmente como miembro de la Asamblea General del Sínodo de la Sinodalidad, sino que ha regalado a todos los participantes su libro ‘Cum vobis et pro vobis. San Agustín, pastor para el Pueblo de Dios’.
PREGUNTA.- ¿No le abruma tanta confianza del sucesor de Pedro?
RESPUESTA.- Todo acontecimiento de gracia nos desborda. Obviamente, el que me haya elegido me alegra, pero lo importante, más allá del protagonismo personal, es sentirse llamado a la misión de la Iglesia.
P.- ¿Qué experiencia se lleva de este Sínodo?
R.- Es una experiencia positiva, dado que un Sínodo es un momento de gran intensidad eclesial, un paso del Espíritu. A veces, no he estado de acuerdo con ciertos matices o planteamientos, pero cuando te entregas con confianza a la Iglesia y colaboras con el sucesor de Pedro, siempre sales reconfortado. He visto obispos, presbíteros y laicos con planteamientos diversos, pero convergiendo todos en un deseo sincero de servir a Cristo, a la Iglesia y al hombre.
P.- ¿Cuál es la principal conclusión que han alcanzado tras estos dos años de proceso?
R.- La urgencia de renovar nuestras propias vidas si, en verdad, deseamos contribuir a la verdadera reforma de la Iglesia en clave sinodal, es decir, creciendo en comunión como miembros de un mismo Pueblo de Dios. No es posible una Iglesia más auténticamente sinodal sin conversión personal a Cristo; de lo contrario, caeríamos en el error de considerar la sinodalidad como un mero parlamentarismo, como advierte el Papa.
P.- ¿Existe el riesgo de pervertir el verdadero sentido de la sinodalidad con tanto uso (y abuso) del término?
R.- La Iglesia es constitutivamente sinodal, porque si somos un Pueblo santo de Dios, estamos llamados a caminar juntos, no unos sobre otros, ni unos contra otros, sino dispuestos a llevar mutuamente nuestras cargas. La Iglesia avanza en la historia, se reforma continuamente, pero sin rupturas, porque el Espíritu ha estado siempre presente en ella, vivificándola como cuerpo de Cristo que es. Se requiere renovarse a sí mismo y, por supuesto, también implica reformar estructuras, para que respondan mejor al fin propio de la Iglesia: ser sacramento universal de salvación (cf. LG 1), lo que supone empeño, discernimiento y tiempo. Como dijo Henri de Lubac, “amo a nuestra Iglesia en su enorme y difícil esfuerzo por renovarse, esfuerzo que debe continuar bajo el signo del Concilio” (Diálogo sobre el Vaticano II).
P.- Alguien podría pensar que el hecho de que la Iglesia reflexione sobre su propia condición es un ejercicio de ombliguismo…
R.- Si no sabemos quiénes somos, no podemos entender nuestra misión en la historia. A ello se nos invita ya desde la antigüedad con el axioma sapiencial ‘conócete a ti mismo’, que, aplicado a la comunidad eclesial, puede reformularse como ‘conócete a ti misma, Iglesia, vuelve a tus fuentes, redescubre tu vocación’. Si tenemos una disposición de apertura a Dios, jamás hay peligro de autorreferencialidad, porque Dios es amor y el amor provoca el éxtasis, la salida de uno mismo, en este caso de la Iglesia, una Iglesia –como se suele decir ahora– “en salida”, pero no en salida caótica hacia la dispersión de las ideas peregrinas que circulan por la sociedad, sino una salida en la caridad, que busca al hombre, necesitado de amor, y como punto final busca al Señor, hacia donde nos conduce el deseo más profundo del corazón. (…)