Diez días después de las inundaciones que devastaron buena parte de Valencia, en la localidad de Catarroja, una de las más afectadas, siguen quitando barro. Así lo cuenta a Vida Nueva el sacerdote José Vicente Alberola, párroco de dos comunidades, María Madre y Nuestra Señora del Pilar.
Jamás olvidará la tarde del 29 de octubre: “Todo fue muy repentino. A la que nos quisimos dar cuenta, una gran ola vino sobre el pueblo y el caudal, como comprobamos en los dos templos, llegó a casi los tres metros. Ambas iglesias están arrasadas, sobre todo el Pilar”.
Poco antes de las siete de la tarde, él se preparaba para celebrar la eucaristía en María Madre: “Estaba en casa, situada justo encima de la parroquia. Como habían informado de que podía llover, me asomé al balcón… No podía creer lo que veía: esperaba algunas gotas, pero me encontré con metro y medio de agua en la calle. Rápidamente, llamé a la sacristía, pues sabía que había un grupo de adoración eucarística. Salvaron el Santísimo y lo que pudieron, a la carrera, y subieron a los pisos superiores. Pero se quedaron dentro de los locales parroquiales tres sacristanes que no lograron huir. Afortunadamente, salvaron la vida”.
Frente a él, lo que veía también era desgarrador: “En un comercio, había muchas personas que no podían salir. El agua subía cada vez más y les llegaba al pecho. Increíblemente, los vecinos que vivían arriba pudieron rescatarlas a todas, una a una, con sábanas”.
Algo parecido ocurrió en el Pilar: “Conseguí hablar con dos sacerdotes que estaban allí y que pudieron salvarse, así como la custodia y lo más indispensable. Sentían una gran impotencia al ver delante de ellos a un hombre que estaba agarrado a una ventana. No alcanzaban a ayudarle y estaban desesperados, pero, por suerte, tras pasar allí toda la noche, cuando bajó el agua, los bomberos pudieron rescatarle”.
En cuanto al templo, “quedó devastado. Los ventanales estallaron y todo lo que había de madera fue arrollado por el agua. No queda nada. De hecho, al haber perdido nuestra talla de la Virgen del Pilar, el arzobispo de Zaragoza ha contactado con nosotros para donarnos una”.
Al día siguiente, la visión era apocalíptica: “Había montañas de coches por todos los lados. Se ha hablado de 100.000 vehículos destrozados en toda la zona, y me parece que deben ser incluso más, pues todos somos pueblos del área metropolitana de Valencia capital, y aquí se concentra mucho comercio”.
Dolía andar por las calles “y ver todo destrozado, con la gente tratando de quitar barro de sus casas. Nosotros hicimos lo propio con nuestras iglesias. A María Madre, esa primera noche tras la de la riada, ya vinieron unos 40 voluntarios de la parroquia Santiago Apóstol, en Valencia. A día de hoy, siguen viniendo cada día en torno a un centenar de jóvenes de parroquias de toda la capital y de otros pueblos de la zona… Y seguimos sacando barro”.
Desde el segundo día, “coordinados con el ayuntamiento, en las parroquias nos encargamos de distribuir comida, agua y otros bienes de primera necesidad que van llegando de donaciones de toda España”. Y eso, claro, mientras continúan las labores de limpieza: “En El Pilar, los locales parroquiales se quedaron anegados y no hay forma de sacar todo el barro. De hecho, en el sótano, el agua sigue llegando por debajo de la rodilla. Y eso que, además del centenar diario de voluntarios organizados, que vienen incluso de la Universidad Católica de Valencia, ya cualquier vecino que pase por la calle y nos ve tan apurados, se ofrece a echar una mano”.
Son pequeños gestos de esperanza, como el que, “afortunadamente, ya hayan llegado grúas y maquinaria pesada y van a empezar a despejar las calles. Hay mucha basura y aún sigue siendo difícil caminar”. Pese al “cansancio”, siguen “peleando”. Porque no queda otra y porque, entre tanto sufrimiento, conmueven tantas historias bonitas de las que todos son testigos estos días. Un papel en el que la fe tiene mucho que decir: “El domingo, sacamos a la calle una imagen de la Milagrosa y celebramos la misa en la puerta de uno de los templos. Muchos de los que pasaban por allí, a lo largo del día, se paraban un momento a rezar ante la Virgen. Eso es muy bonito”.
Por suerte, “no conozco a ninguna familia con alguna víctima de todas las que, fundamentalmente, murieron encerradas en los garajes. Pero sí que estoy hablando estos días con bastantes personas que lo han perdido todo. Tanto en familias numerosas como en gente que vive sola, el dolor es el mismo. El otro día hablé con un vecino y me emocionó cuando me dijo que no tiene nada, absolutamente nada. Solo, dijo, ‘los calzoncillos y un pijama que me han dado’”.
Desde el agradecimiento “por tanta solidaridad como hemos recibido estos días, estando desbordados de ropa y comida y con los almacenes colapsados”, pero también con la necesidad de tratar de ofrecer “consuelo”, así transcurre el día a día de Alberola en los pocos ratos en los que no está quitando barro: “Es difícil trasladar un mensaje positivo a estas personas. A veces, más que decir nada, más allá de un simple ‘ánimo’, lo único que podemos hacer es abrazar y llorar con la gente”.
Y es que, aunque duela, “a veces solo nos queda aceptar que estamos aquí de paso y que nuestra presencia en la vida caduca. Cuando me preguntan ‘¿por qué Dios permite esto?’, con humildad, solo pienso en que hay que tener paciencia para ver qué de bueno puede salir de aquí. Habrá personas que se hagan muchas preguntas y que incluso puedan tener un acercamiento a la fe. Al igual que Bartimeo pidió a Jesús recuperar la vista, una vez que eso ocurre, hay una opción, que es mirar hacia arriba, al cielo”.