Lluís Homar, director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), quiere que escuchemos a Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 1600-1681), que oigamos lo que nos grita el insigne dramaturgo, el ilustre sacerdote: “Hay algo que creo que es muy pertinente: el pasar del yo al nosotros. Creo que es la única alternativa de verdad a ese despropósito en el que estamos como humanidad. Estamos en un mal momento, el ser humano en esencia no es esto, nosotros somos seres de compartir, somos seres sociales, somos seres de vislumbrar al otro. En este momento nos viene absolutamente bien para sacudirnos”.
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Homar, más de cincuenta años en los escenarios como actor, ha construido un montaje de ‘El gran teatro del mundo’ –un “auto sacramental alegórico”, como lo describió el propio Calderón– minimalista, esencial, desnudo. “Los caminos de la religión, o quizá de la espiritualidad, con todas sus complejidades, y los del teatro, con toda su capacidad de fascinación, encontraron, mediado el siglo XVII y gracias a Calderón de la Barca, un poderoso espacio donde mirarse unos a otros”, sostiene. Y eso es lo que provoca esta versión: mirar al otro y ver de una vez por todas a uno mismo.
“Uno de los grandes prejuicios es pensar que Calderón es un autor católico, apostólico y romano… y franquista. Tiene ese sello, pero es empequeñecerlo. Lo que sí creo yo que reclama es el sentido de la espiritualidad, en un sentido de universalidad –sostiene–. Esa idea de encuentro de toda la humanidad, de que no importa si uno es musulmán, católico, budista, taoísta, lo importante es el anhelo de encontrarnos sentido, de la trascendencia. Y esta es un poco la apuesta que nosotros hemos hecho con ‘El gran teatro del mundo’, dejarnos de etiquetas y ver que hay un sentido más allá de lo estrictamente material”.
Han pasado cuatro siglos, y aún no hemos escuchado todo lo que Calderón nos quería decir con su reivindicación de la Eucaristía, su honda teología y su reflexión sobre la necesidad de lo colectivo. Publicó ‘El gran teatro del mundo’ en 1655, después de haber sido ordenado sacerdote en 1651 como hermano de la Congregación de Presbíteros Seculares Naturales de Madrid, aunque fue en torno a 1635 cuando debió de escribir “la genial osadía” de transformar la visita de Dios al mundo en una función de teatro: por supuesto, Dios como director, la raza humana (el Rey, la Discreción, la Hermosura, el Rico, el Labrador, el Pobre, el Niño) como actores y la Ley de Gracia –los mandamientos de Dios– como apuntador.
El viaje hacia uno mismo
“Va a permitirle plasmar buena parte de las tensiones filosóficas que ocupaban las mentes de sus conciudadanos y que siguen ocupando las nuestras, puesto que no hemos sido capaces de renunciar a preguntarnos por el sentido de nuestra vida y qué valores la ordenan”, describe. El director tiene claro lo que plantea Calderón: “La respuesta está en nosotros. Aquí yo ya pongo de mi parte: la respuesta es el viaje hacia uno mismo. En el viaje de verdad hacia uno mismo, a lo que somos, ahí nos encontramos con Dios, nos encontramos con nosotros, pero, sobre todo, nos encontramos con el otro”.
Homar se ha apoyado para el montaje, el último que dirigirá al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, en Pablo d’Ors como “asesor teológico”. “En efecto, tal y como ha sido puesto en pie, este espectáculo pone de manifiesto que también hoy nos concierne, aunque con distintas categorías, el destino de la humanidad –describe el escritor y sacerdote–. De forma esquemática y didáctica, pero nunca moralista, el dramaturgo nos hace ver cómo nuestras actitudes y comportamientos de hoy tienen su influjo en lo que toque vivir mañana”.