Álvaro Pombo (Santander, 1936) camina solo. Es espontáneo. Es incontenible. Es necesario. Así que, por fin, el Premio Cervantes reconoce la voz personalísima de un escritor que continuamente apela al lector a vivir comprometido, junto al otro, con el humor siempre a mano, con Dios y también con Jean-Paul Sartre. Es el Pombo de ‘El exclaustrado’ (Anagrama), su última novela: “Me gustaría ser recordado por mi elocuencia, pero sobre todo por mis amigos. No olvido nada, recuerdo las personas que quise y las que no quise. Me he reído mucho, me he divertido mucho y he hecho reír mucho. Me gustaría ser recordado porque tengo buen humor”.
Es único por cómo ha creado una voz literaria trazada con un estilo pleno de hondura y, a la vez, de humor; una narrativa que exige conciencia y también ofrece deleite, que da testimonio de desmedida humanidad, de oralidad y de verdad. Es el Pombo de ‘El héroe de las mansardas de Mansard’ (Premio Herralde, 1983), la novela con la que se le comenzó a leer: “Hoy que tenemos todos los mapas, puede que la auténtica aventura sea la interior”.
Es incomparable en la creación de una trayectoria literaria forjada en torno a la soledad, la complejidad de los vínculos, el amor y su fragilidad, el compromiso y también la fe, esa misma que le hace reconocerse “católico no practicante”, aunque la verdad –con esa proverbial y “firme voluntad” con la que habla y con la que vive– es que profesa su cristianismo con intensidad, con reflexión y con testimonio. Es el Pombo, también ensayista, de La ficción suprema. ‘Un asalto a la idea de Dios’ (2022): “Como asunto, Dios ha estado siempre presente en mi vida y en mi obra narrativa y poética. He pensado mucho en Dios toda mi vida”.
Es irrepetible porque su obra es indisociable a su forma de pensar, de ser, de proyectarse hacia la sociedad. Nunca escondió su homosexualidad, como tampoco nunca rehuyó debate alguno sobre su forma de vivirla, de experimentarla. Eso incluye su propia forma de vivir el cristianismo, de proclamarlo y, a la vez, de debatir constantemente sobre qué significa, personal y también literariamente. Otra vez el Pombo de ‘La ficción suprema’, su gran testimonio: “Mis referencias a la religiosidad católica no son un viraje de la senectud. De la misma manera que nunca he tenido que salir del armario, siempre estuve fuera, así tampoco ahora tengo que entrar, reconvertido, en la Iglesia, porque siempre estuve dentro”.
Es inclasificable, aunque si hay una caricatura, un esbozo que trace su permanente emoción y su famosa intensidad –“ya no soy tan pensado, ahora soy más ligero”, advierte últimamente–, es el de un antihéroe romántico –un Espronceda, un García Gutiérrez, un Larra– que siempre lleva las de perder porque es inevitablemente humano, iluso, sensible hasta acabar siendo trágico. Es el Pombo de ‘El temblor del héroe’ (Premio Nadal, 2012): “Me interesa el héroe que vence invisiblemente. Un ejemplo es Jesús de Nazaret, un héroe que muere, sin gloria, confundido con los ladrones, maltratado. Y es interesante que esa figura haya tenido tanta presencia en nuestra vida y en la vida de todo Occidente”.
Es singular. Une la perspectiva teológica de san Francisco de Asís, milita en Platón y es fiel a Sartre, lo suyo no es la vida contemplativa –pese a que ha vivido, y sigue, encerrado entre visillos, en una casa donde rebosan los libros y gobiernan los gatos–, sino una permanente conversación sobre quiénes somos. Es el Pombo de ‘Quédate con nosotros, Señor, porque atardece’ (Destino), siempre a contracorriente: “Quizá, sobre todo, lo soy por esta preocupación de toda mi vida por los asuntos religiosos y filosóficos. En España, a diferencia de Inglaterra o Francia, hay una especie de dejación de la teología y la filosofía que produce unos escritos, para mi gusto, muy aburridos: un realismo que a mí me parece, a veces, ramplón. Pero, en fin, no me considero crítico literario. Sí es cierto que he escrito lo que he creído necesario escribir y eso ha sido casi siempre a contracorriente”.