Hay una fecha que, en Italia, marca el punto de partida de una nueva conciencia sobre la urgencia de una respuesta contra la violencia contra las mujeres. Es el 11 de noviembre de 2023, cuando Giulia Cecchettin, de 22 años, es asesinada por su exnovio en vísperas de su graduación. En Italia, donde cada tres días se produce un feminicidio, las palabras de Elena, hermana de Giulia, crean una enorme polémica. “Los monstruos no están enfermos, son hijos sanos del patriarcado, de la cultura de la violación. La cultura de la violación es la que legitima cualquier comportamiento que dañe la figura de la mujer, partiendo de cosas a las que a veces ni siquiera se les da importancia, pero que lo son, como el control, la posesividad o el catcalling. Cualquier hombre viene privilegiado por esta cultura”.
En Padua, a pocos kilómetros de la casa Cecchettin, se encuentra la Facultad de Teología del Triveneto. La codirectora es una mujer, Assunta Steccanella. “Como mujeres, madres y abuelas, sentimos el impulso de hacer algo por las nuevas generaciones. Para empezar, interrogarnos no solo sobre cómo llegar pastoralmente a los jóvenes, sino también sobre cómo ser protagonistas a la hora de abordar determinadas cuestiones. De ahí nació el curso sobre violencia de género que comenzará en el segundo semestre”, explica Michela Simonetto, psicóloga que imparte el curso junto a la consagrada experta en espiritualidad, Marzia Ceschia. “La violencia contra las mujeres pone en tela de juicio también toda una experiencia y un desarrollo cultural que es herencia del cristianismo”, subraya sor Marzia.
En 2022, según datos de la ONU, alrededor de 48.800 mujeres y niñas en todo el mundo fueron asesinadas por sus parejas o familiares. Esto significa que, en promedio, más de cinco mujeres o niñas son asesinadas cada hora por alguien de su propia familia. A nivel mundial, unas 736 millones de mujeres –casi una de cada tres– han sido víctimas de violencia física y/o sexual al menos una vez en sus vidas.
Según el criminólogo Adolfo Ceretti, la violencia de género se expresa “a través de las distintas declinaciones de la opresión como pueden ser el deseo de dominación, la angustia de la pérdida o la perspectiva de su reconquista. Antes de intentar reconstruir los procesos deliberativos que llevan a un hombre a la decisión de atacar el cuerpo de una mujer, es necesario considerar y comprender cómo el autor del acto percibe y reconoce su papel (superordinado o subordinado) en el contexto específico de la interacción con la futura víctima y, al tiempo, en la historia de vida en la que se concreta la acción violenta”.
La violencia contra las mujeres, afirma el Papa Francisco, tiene “raíces profundas que son también culturales y mentales y que crecen en el terreno del prejuicio, la posesión y la injusticia”. Pues bien, según Lucia Vantini, presidenta de la Coordinadora de Teólogas Italianas, lo que sigue siendo débil es la conciencia eclesial de cómo este terreno se cultiva también a través de las desigualdades de género.
“Estas adoptan formas diferentes. Se esconden en los discursos sobre la igualdad bautismal; en ciertas formas de describir a María; en las numerosas omisiones de las voces femeninas en la historia de la salvación; o en ese continuo fracaso a la hora de tener en cuenta a las mujeres concretas que son ya Iglesia como hijas de Dios y como madres y hermanas y, que en nombre del Evangelio tienen ideas, visiones y experiencias de las que no se debe prescindir. Si tomamos en serio la idea expresada varias veces por el Papa Francisco según la cual donde hay dominación hay abuso, no podemos pensar en remediar la violencia contra las mujeres sin tocar la cuestión del poder en la Iglesia, de su forma narrativa y de su ejercicio práctico”, afirma la teóloga, una de las mujeres que intervinieron en el Consejo de Cardenales, en presencia del Papa, para profundizar en la reflexión sobre el papel de las mujeres en la Iglesia.
Es un trabajo que parte de la relectura de las Escrituras. “La figura de Dios Padre está en parte en la raíz de un sistema de dominación masculina. Patriarcado significa gobierno del padre”, comenta la pastora bautista Elizabeth Green, autora de ‘Cristianismo y violencia contra la mujer’. “El cristianismo –afirma– es una religión histórica, heredera del judaísmo que refleja una sociedad patriarcal. Todas las iglesias deberían deconstruir sus implicaciones con el patriarcado, lo que significaría revisar teologías y símbolos. Es inútil pensar que se puede cambiar solo un elemento del sistema o ignorar todo el sistema simbólico”. Es la operación que las teólogas han comenzado a hacer desde los años ochenta con iniciativas como la de la interpretación de la Biblia desde una perspectiva feminista de la católica Elisabeth Schussler Fiorenza (‘En Memoria de Ella’). Porque durante siglos una determinada lectura de los textos sagrados ha justificado y cristalizado los roles de género.
Tener una visión patriarcal significa “transmitir la idea de que los seres humanos varones deben tener los mayores recursos disponibles para que puedan utilizarlos para el bien de todos, ya que están predispuestos a la guía, la enseñanza, el liderazgo y las responsabilidades. Esta idea era dada por sentada y obvia en la Iglesia católica, con un agravante: atribuir directamente a Dios y a su voluntad, por cómo creó las cosas y cómo dispuso las relaciones, que los hombres tengan poder y medios, mientras que las mujeres se han de contentar con recibir lo que los hombres deciden”. Así lo afirma la teóloga Serena Segoloni, autora de ‘Jesús Masculino Singular’.
Discursos que luchan por ser comprendidos en las comunidades cristianas donde términos como “patriarcado”, “feminismo”, “género” y “sexualidad” son vistos con recelo, “considerados caballos de Troya para transmitir ideas destructivas a nivel comunitario, educativo y emocional”, dice Vantini.
“Nunca han sido abordados –añade– con un intercambio lúcido, franco, honesto, atento a la historia, culturalmente estructurado, éticamente justo y espiritualmente solidario. Quien piense en descartar estas cuestiones diciendo que son feministas está diciendo, por un lado, algo cierto a nivel histórico porque fueron las feministas quienes primero plantearon la cuestión; pero, por otro lado, se está mostrando como una persona indiferente ante el dolor y la injusticia que sufren las mujeres”.
Es precisamente en la necesidad de identificar el ser varón con esta prevalencia que existe el vínculo entre patriarcado y violencia. “En muchos feminicidios se desencadena esta dinámica: mi mujer, mi pareja me pertenece y hasta puedo matarla porque si se separa, si desobedece, pierde el sentido de su existencia, es como si ya no estuviera”, comenta Segoloni.
Una patología que, según Ceschia, “también convierte al hombre en esclavo de la imagen que se le impone. En la ansiedad de estar a la altura de un rol codificado y no demostrar vulnerabilidad, no tener que lidiar con la propia fragilidad”. Es una discusión general que concierne, tanto a la sociedad como a la Iglesia. Pero esta última, dice Segoloni, tiene el “antídoto” contra todo esto en su “testigo” por excelencia: “Jesús era varón, pero vive la masculinidad de tal manera que la rediseña con un estilo que nunca se había visto, que no somete a nadie ni pretende entrar en lucha jerárquica con nadie”. Como ejemplo de este proceder de Jesús, Segoloni indica “la actitud colegial hacia las mujeres, el hecho de que tenga discípulas o que nunca hable del rol materno y mucho menos de la virginidad. Más bien habla de la fe de quienes le siguen y les da un mandato misionero. Y en las Iglesias primitivas hay mujeres en puestos de liderazgo”.
El tema afecta a todas las Iglesias. Si en el protestantismo, según Green, “hay una antropología de la igualdad, el catolicismo se basa, incluso en su orden eclesial, en una antropología de la diferencia”. Pero esto no significa que el patriarcado haya sido erradicado en las iglesias evangélicas. “Se produce y se reproduce y por eso todavía encuentra formas de sobrevivir en la organización eclesiástica y en la teología”. No es casualidad que durante el Decenio Ecuménico de Solidaridad de las Iglesias con las Mujeres (1988-1998), anunciado por el Consejo Mundial de Iglesias, este tema emergiera con fuerza.
Hace unos diez años nació el Observatorio interreligioso sobre la violencia contra las mujeres a raíz del “Llamamiento ecuménico a las Iglesias cristianas contra la violencia contra las mujeres” (9 de marzo de 2015), promovido por el Consejo de la Federación de Iglesias Evangélicas en Italia. “A pesar de que a lo largo de los siglos las religiones han debilitado en muchas situaciones la subjetividad femenina, no queremos renunciar al patrimonio y al tesoro de la fe, que consideramos distinta de la religión, porque la primera tiene más que ver con una dimensión espiritual, mientras que la religión tiene más una dimensión social y también institucional”, afirma Paola Cavallari, presidenta emérita del Observatorio y editora de ‘No solo el crimen, también el pecado. Religiones y violencia contra las mujeres’.
Se trata de alfabetizar a los hombres y mujeres, a los futuros sacerdotes, catequistas y agentes de pastoral para que lean con otros ojos la realidad femenina y la relación hombre-mujer. Partiendo de una base en la que “todavía está muy extendida una mentalidad según la cual el varón tiene el papel de poder, de toma de decisiones y el papel de la mujer está reducido al de servicio”. “Es un pensamiento que luego da lugar a acciones consiguientes. Por ejemplo, seguir hablando de mujer-cuidado-maternidad o referirse a un imaginario de santidad y virginidad, crea una manera de confinar a las mujeres a ciertos roles. Hoy ninguna mujer puede ser simplemente madre y esposa, porque son mucho más. María tampoco era solo madre y virgen. También fue discípula y protagonista y fue una mujer autónoma”, afirma sor Ceschia.
En esto las mujeres consagradas tienen una gran responsabilidad. “Las religiosas debemos ser conscientes de la gran aportación que podemos hacer a la visión de la mujer, a partir de nuestros propios ambientes donde una cierta formación nos ha hecho aceptar solo roles subordinados”. No es casualidad que el tema del abuso a las mujeres consagradas siga resurgiendo muy ligado al de la cultura patriarcal, como cuenta Anna Deodato en ‘Quisiera resurgir de mis heridas. Iglesia, mujeres, abuso’.
Intentar encontrar antídotos en la Iglesia significa recuperar una imagen de Dios herida por la idea de que “las mujeres son las que han tenido que aguantar, sacrificarse y tener paciencia para alcanzar la santidad pagando el precio del sufrimiento y del sacrificio”, subraya Ceschia.
Nadie duda de la labor de la Iglesia en primera línea con iniciativas de apoyo para quienes sufren la violencia –desde la trata hasta los abusos– y con palabras y gestos de solidaridad concreta hacia las víctimas. “Lo que todavía no se ha puesto en marcha es una crítica al sistema que, voluntaria o involuntariamente, desencadena esa violencia, la encubre, la justifica y la apoya”. En definitiva, el párroco probablemente “ya no dice “ten paciencia”, pero hay maneras mucho más sutiles de sugerir lo mismo”, subraya Lucia Vantini. “Lo haces cuando das por sentado que ciertas cosas solo les suceden a quienes son difíciles, llevan una vida desordenada o son pobres o ingenuas; cuando te ríes de chistes misóginos; cuando ya ni siquiera te enfadas por un desprecio más hacia lo que las mujeres han dicho, escrito y hecho en la historia; cuando no comprendemos que en las desigualdades de género no basta con reflexionar sobre los modelos psicológicos, culturales y sociales de la feminidad, sino que es necesario pensar en la masculinidad, en qué modelo se miran los hombres de fe, nuestros padres, nuestros hermanos, amigos, amantes y compañeros de viaje en este mundo”.
Otro trabajo en el que embarcarse es en el de medir las palabras y prestar atención al lenguaje porque nunca es neutral y transmite mensajes. “Las niñas “bonitas” y “princesas” y los pequeños “campeones” o el “niño que no debería llorar como una niña” son cosas que siempre hemos escuchado en el colegio y en familia”, dice la psicóloga Michela Simonetto, licenciado en Ciencias Religiosas por la ISSR de Padua. “Como Iglesia no basta con dar los contenidos del catecismo, sino que debemos ofrecer un conocimiento para los seres humanos. Los educadores parroquiales me han dicho varias veces que tienen miedo de abordar ciertos temas que, como la sexualidad, son tabú para la Iglesia. Pero si no damos nosotros a los jóvenes herramientas e información, las buscarán en otra parte, probablemente en lugares equivocados”. Si trabajara en una comunidad concreta, ¿qué haría Elizabeth Green? “Partiría de un anuncio de la Palabra por parte de las mujeres y de formar a los sacerdotes para reconocer los signos de violencia en las familias. Buscaría una colaboración, que actualmente no existe, con el mundo laico, con centros antiviolencia que tienen décadas de experiencia en este campo”.
*Reportaje original publicado en el número de noviembre de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva