Ana María Matute (Barcelona, 1925-2014), la niña asombrada, la entrañable escritora que se cobijó en la fantasía para sobrevivir, habría cumplido 100 años el próximo julio. “Una de las mayores voces de las literaturas hispánica y europea del siglo XX”, según Juana Salabert, es protagonista de un particular viaje de ida y vuelta desde la fe, reconstruida a partir de una cita apógrafa: “Me parecería una autentica falta de cortesía que Dios no existiera”.
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La creadora de esa joya que es ‘Olvidado Rey Gudú ‘(1996) –su mejor novela, la más íntima, pese a su universo medieval y ficticio– no dudó nunca en hablar de Dios. Lo hizo en un testimonio extraordinario con su amiga Marie-Lise Gazarian, catedrática de Literatura Española e Hispanoamericana en la Saint John’s University de Nueva York. “No soy católica en el sentido completo de la palabra. Lo soy porque me bautizaron pero, aunque durante mucho tiempo no creí en Dios, ahora he cambiado. El Dios que me mostraban las monjas no me servía, pero he descubierto que hay un Dios para mí, tengo una idea personal de Dios. En mi fuero interno no sé si llamarle así”, le confesaba a mediados de los 90.
“Necesito alguien a quien pedir ayuda en los momentos más duros de mi vida –proseguía–. Quiero creer que hay algo, pero no tengo ninguna religión concreta ni practico ninguna. Pero sí me gustaría saber que hay alguien que me escucha y ayuda, que es en realidad la base de todas las religiones: esa necesidad que tiene el ser humano de comunicar sus angustias a alguien que crea superior y capaz de aliviarlas”.
Gazarian publicó estas confesiones en ‘Ana María Matute: la voz del silencio’ (1997), pero la catedrática no se conformó, continuó indagando por “ese Dios, tu Dios personal”, como le pregunta. “Es la causa de las causas. Todo o solo Algo –responde la escritora barcelonesa–. Es un algo inexplicable: para explicarlo, se tendría que acudir al lenguaje ‘ningún’, ya que las palabras no son suficientes para poder expresarlo. Todo o Algo que está ahí cuando se necesita un apoyo. Es ese hombro amigo que tanta falta nos hace en algunos momentos. A eso le llamo Dios porque no sé cómo llamarlo. Se intuye que está ahí, y algunos lo llaman Dios, por eso lo llamo así. No sé cómo hacerlo de otra manera”.
Consuelo ante la muerte
Matute no rehuía a ese Dios, ni esa “religión particular”, donde hallaba consuelo, por ejemplo, ante la muerte de Julio Brocard, con quien vivió durante casi veintiocho años: “No puedo creer que todo acaba con la muerte, sería muy desesperanzador. No. Ahí no se acabó todo, por inquietante que resulte la idea. Si se cree algo así, la muerte se acepta mejor, deja de ser algo tan brutal. Lo que llevamos dentro, lo que experimentamos, no puede desaparecer, no puede arder. Eso está ahí y ahí quedará”.
Para ella, para la autora de ‘Luciérnagas’ –la novela con la que quedó finalista del Premio Nadal en 1949, y que luego reeditó corregida en 1993–, su modo de vivir la fe tenía incluso semejanzas con Cervantes y su Quijote: “Es como la religión, son cosas a las que uno no puede sustraerse –le explicó también a Gazarian–. Estamos tan acostumbrados, desde nuestra infancia, a ver las imágenes de Cristo clavado en la cruz que ni siquiera nos inmutamos. No vemos, no oímos, no sentimos nada ante el dolor. De niños, nos llevaron y nos acostumbraron a ver a esa persona clavada en la cruz, sufriendo, cuando aún no sabíamos qué significaban el dolor y la muerte. No sabíamos lo que significaba nada. En cambio, si un día viésemos en un lugar público a alguien que nos fuera familiar torturado y muerto, nos quedaríamos horrorizados”.