Svetlana Aleksievič: “Solo el amor puede salvarnos de la guerra”

Premio Nobel de Literatura

Detrás de Svetlana Aleksievič hay un péndulo que parece marcar sus palabras y el ritmo de nuestra conversación. En Berlín, la ciudad en la que se refugió tras abandonar Bielorrusia en 2020, tres años después del inicio de la invasión rusa de Ucrania, Svetlana nos habla con la voz tranquila y el tono firme de quien en los últimos años ha encontrado la confirmación de sus ideas sobre la guerra y la paz, la vida, la muerte y el amor. Como en sus libros, también en nuestra larga conversación los grandes conceptos se convierten en palabras simples y cotidianas.



Desde sus primeras palabras queda claro que el conflicto que desgarra dos de sus “hogares” –Ucrania y Rusia– y pasa por el tercero, Bielorrusia, donde nació hace 76 años, no la ha hecho cambiar de opinión. “La guerra no tiene rostro de mujer”, repite como en el título de uno de sus libros. “Todos somos prisioneros de una representación masculina de la guerra, que surge de percepciones puramente masculinas, expresadas con palabras masculinas, en el silencio de las mujeres”. “Hemos vivido acontecimientos tan traumáticos”, continúa, “que creo que sólo el amor puede salvarnos. Sin amor no podemos volver sobre nuestros pasos ni proyectarnos hacia el futuro. Solo a través del amor a la vida, a la humanidad, podemos tener la esperanza de reconstruir lo que ha sido destruido y pensar en un mañana”.

PREGUNTA.- Hablemos del amor. Usted nunca lo nombra explícitamente en sus libros, pero es el protagonista oculto de cada página y su ausencia es la causa principal de la guerra. No se puede hablar de paz sin hablar de amor. ¿Ha pensado alguna vez en hacer del amor el protagonista directo de sus historias corales? ¿O es demasiado difícil?

RESPUESTA.- Comencé a escribir un libro sobre el amor cuando todavía vivía en Bielorrusia, pero mis manuscritos se quedaron allí, en casa, cuando me vi obligada a huir durante la revolución de 2020. Después de llegar a Alemania, viví un primer año muy desorientada. Pero cuando estalló la guerra en Ucrania, me di cuenta de que el ‘sovok’, el hombre soviético, el héroe de mis libros, ligado a su pasado soviético, no estaba muerto en absoluto. Su historia continuaba. Y yo tenía que seguir contándola.

P.- Cuando recibió el Premio Nobel de Literatura declaró: “Tengo tres hogares: mi tierra bielorrusa, que es la patria de mi padre y donde he vivido toda mi vida; Ucrania, que es la tierra natal de mi madre y donde nací; y la gran cultura rusa, sin la cual no puedo imaginarme. Me preocupo por los tres”. ¿Sigue siendo así hoy en día? ¿Los vínculos siguen siendo los mismos o ha cambiado algo?

R.- Mis sentimientos no han cambiado. Entiendo el dolor de los ucranianos que no quieren saber nada de la lengua y la cultura rusas y se distancian de ellas. Tal como ocurrió con la cultura alemana después de la Segunda Guerra Mundial. Es un mecanismo comprensible, pero peligroso y que encuentro también fuera de Ucrania. La chica que me peina aquí en Berlín dejó de ir a tiendas rusas para no escuchar más ese idioma. Pero la cultura no tiene la culpa, es solo una herramienta, una entidad aparte, más allá de las opciones políticas. La culpa de la guerra la tienen los políticos, los que dirigen los países.

Volver a la guerra

P.- En Europa hemos vivido en paz durante mucho tiempo. Las guerras estaban en otra parte, lejos de nosotros. Pero hoy ha vuelto a tocarnos de cerca. Tras la Segunda Guerra Mundial, ¿esperaba usted un nuevo periodo de guerra?

R.- Después de la caída de la Unión Soviética viajé mucho y hablé con mucha gente. Descubrí que mientras en las grandes ciudades –Moscú, San Petersburgo, Minsk, Kiev– existía la ilusión de un cambio democrático, en los pueblos y ciudades pequeñas la realidad era muy diferente. La gente estaba unida al pasado y hablaba de Stalin como si fuera el salvador, con frases como: ‘Si Stalin volviera, lo arreglaría todo’. Esto me hizo darme cuenta de que la transformación era solo superficial. En el fondo, nada había cambiado. La gente todavía estaba apegada a un pasado del que no quería desprenderse. Mis amigos en Moscú no querían creerlo, pero estaba claro que el proceso de Gorbachov había sido solo una fachada, algo que tenía que ver con las élites.

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P.- ¿Y los demás?, ¿el pueblo?, ¿los que no formaban parte de las élites?

R.- Seguían deseando el socialismo “con rostro humano” y no, como muchos creían, el capitalismo. Mi padre, que vivió el fin del comunismo como un trauma y quería ser enterrado con un carné del partido, me dijo: “La idea era buena, fue Stalin quien la destrozó”. No era un auténtico ‘sovok’ (término despectivo utilizado en Rusia para definir a las personas con una mentalidad rígidamente soviética), era un hijo de su tiempo. Y muchos eran como él. El drama de esos setenta años de vida bajo el régimen soviético no ha sido comprendido. No se entiende lo que significaba vivir con la mentalidad soviética.

P.- Su literatura es coral. Con historias sobre las vidas de hombres y mujeres en la ex Unión Soviética o historias que muestran la guerra desde el punto de vista femenino. Hoy, en otra época de conflicto, ¿a quién confiaría la tarea de contar esta guerra y las guerras de hoy?

R.- Acabo de terminar de escribir un libro sobre la revolución en Bielorrusia en 1920, la guerra en Ucrania y la decepción no solo con Putin, sino con el propio pueblo ruso. Es difícil que una sola voz cuente una historia tan compleja. Quizás se pueda contar el dolor, pero ahora es necesario hacer más, dar sentido a todo lo que ha pasado. No creo que haya una persona –una sola persona– que realmente entienda lo que está sucediendo en Ucrania. La gente está confundida, perdida. Tanto los intelectuales como la gente normal. Los ucranianos hablan de su dolor. La verdadera pregunta, sin embargo, es tratar de entender por qué sucede todo esto. Yo también pensé que no había ya ningún ‘sovok’, pero precisamente es él quien ha ido a combatir a Ucrania.

De Gaza a Ucrania

P.- En “Últimos testigos” recoge los testimonios de quienes de niños vivieron la ocupación alemana en Bielorrusia. Hoy, los niños de Gaza, los niños israelíes, los jóvenes ucranianos y rusos enviados al frente siguen siendo víctimas de la guerra. ¿Solo podemos ofrecer violencia?

R.- Creíamos que en el siglo XXI resolveríamos los conflictos sin violencia, pero no ha sido así. En algunos artículos rusos leí que esta es una “guerra de viejos”. De hecho, la generación en el poder es vieja y nos está arrastrando a un conflicto que pertenece al pasado. Fijémonos en las guerras de hoy. Se libran con una mentalidad del siglo pasado, con ocupación y violencia, una manera de concebir el progreso solo a través de la fuerza.

P.- ¿Se refiere también a la guerra en Ucrania?

R.- Claro, esa también. Cuando empezó vimos algo que hasta hacía poco creíamos imposible: tanques marchando hacia la frontera, como si hubiéramos retrocedido en el tiempo. A veces parecía como si estuviera en la Edad Media. Hace apenas unos años todos estábamos convencidos de que entrábamos en una era de cambio. Era difícil imaginar que en el siglo XXI las diferencias tuvieran que resolverse con violencia. Y hoy nos damos cuenta de lo poco que realmente ha cambiado el mundo.

P.- La cultura occidental ha intentado convencernos de que las ideologías han terminado, pero las guerras continúan. ¿Por qué?

R.- Los filósofos y los políticos han fracasado en su tarea. Aún hoy prevalece una concepción anticuada del valor de la vida humana. Recuerdo una reunión de la Academia de Ciencias, durante la tragedia de Chernóbil. Un profesor de edad avanzada dijo: “Sí, podemos evacuar a la gente, pero ¿quién avisa a los animales? ¿Quién salvará las vidas de los pájaros, los caballos o los perros?”. Eso es, el hombre siempre piensa solo en sí mismo. Chernóbil representa cómo concibe la vida el hombre. Aún hoy nadie parece reflexionar sobre cómo resolver los conflictos que nos separan.

P.- ¿Nos está diciendo que la humanidad, en su conjunto, ha retrocedido? ¿Ha retrocedido respecto a los valores de la convivencia, del amor?

R.- Ha habido una profunda regresión en la forma en que los seres humanos experimentan los sentimientos y la espiritualidad. Se ha simplificado todo, se ha dejado de lado la formación humanística para privilegiar la científica y técnica. Sin la primera olvidamos las cualidades que caracterizan la esencia del ser humano, aquellas que Dios nos ha dado.

P.- Hemos hablado del ‘sovok’ y de su involución. ¿Y el hombre occidental?

R.- Me pregunto cómo ha evolucionado el alma occidental. Tal vez seáis vosotros, los occidentales, quienes necesitáis contar cómo habéis cambiado. Sé que la democracia que tenemos hoy nos la dio la cultura occidental. Sé también que estamos asistiendo al regreso de pulsiones antidemocráticas, peligrosas e inquietantes. Espero que la democracia prevalezca en Ucrania. Si Putin gana, el mundo avanzará hacia un futuro militarizado, donde cada país se verá obligado a tomar partido, a atacar o a defenderse.

La voz de Francisco

P.- Entre las pocas voces de paz que se escuchan en un mundo que parece cada vez más dividido está la del Papa. Francisco nunca ha escatimado palabras fuertes para pedir el fin de la guerra o, al menos, una tregua. ¿Cree que hay espacio para escucharle?

R.- En Moscú, he visto a sacerdotes ortodoxos bendecir las armas de los soldados e incluso los submarinos destinados a provocar la muerte. No me gustó. La Iglesia no puede bendecir la violencia. En Bielorrusia, durante la revolución, vi que muchos sacerdotes católicos abrieron las puertas de las iglesias para dar refugio a los manifestantes. Y así salvaron muchas vidas. La Iglesia católica ha demostrado una grandeza que otras instituciones no han tenido. Todavía tengo un recuerdo muy claro de Chernóbil, cuando las iglesias se llenaron de gente desesperada buscando respuestas. Hoy creo que necesitamos volver a esos valores religiosos, a la fe en el futuro. Sin futuro no hay humanidad.

P.- Volvamos a sus tres hogares. ¿Qué sueña para cada uno?

R.- Sueño con una Bielorrusia libre y democrática, que ya no esté ocupada, y con una Ucrania que supere la terrible prueba de la guerra. El pueblo ucraniano ha sufrido demasiado, ha perdido muchas vidas y espacios culturales. También sueño con que la cultura rusa redescubra el valor de la vida humana, porque esta es la tarea principal de todo artista y sacerdote. Necesitamos volver a respetar a todos los seres vivos. Todavía recuerdo las lágrimas en los ojos de los caballos en Chernóbil que tenían que ser sacrificados. En ese momento comprendí que todos éramos parte de un solo mundo, de una sola vida. Ya no tiene sentido sentirse solo ruso o bielorruso. Todos somos víctimas de una ofensa mayor, la perpetrada por los seres humanos contra la vida.


*Entrevista original publicado en el número de febrero de 2025 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva y del ruso realizada por Eleonora Mancini

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