Sin llegar a cumplir la veintena, la vida le había enseñado al joven Francis Poulenc (1899-1963) su cara más amarga. Durante su infancia y adolescencia tuvo cubiertas sus necesidades materiales (su padre era un reputado industrial farmacéutico) y espirituales (su madre, de formación musical, se encargó que desde los cinco años recibiera clases de piano); sin embargo, el mazazo le llegó en plena juventud, al perder a sus progenitores con apenas dos años de diferencia.
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El espíritu un tanto rebelde del músico se acrecentó. Se imbuye del ambiente cultural y bohemio parisino y formó el famoso Grupo de los Seis, media docena de nombres dispuestos a hacerse escuchar. A estas dos pérdidas le siguieron otras de su círculo íntimo. Apenas le daba tiempo para reponerse y su carácter jovial no podía ocultar una marcada tendencia a la melancolía.
Incapaz de superar su muerte
El año 1936 se convertiría en definitivo para él. Pierde en un trágico accidente de automóvil en Hungría a su amigo el compositor Pierre-Octave Ferroud, que muere decapitado. Su fe es prácticamente inexistente y se siente incapaz de superar su partida. ¿Por qué no se cansa la parca de cercarlo? “La muerte de Ferroud me ha trastornado completamente. Me gustaría poder pensar como tú, tener tu fe, pues así estaríamos situados exactamente en el mismo plano. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no se cree?”, escribe a su amigo Georges Auric.
Cinco días después de la muerte del músico en una carretera de la localidad húngara de Debrecen, vuelve Francis al santuario de Rocamadour, que había visitado un año antes, y allí se produce la recuperación de sus creencias. A solas con la Virgen Negra, una talla de madera carente de pompa y ornamentos, es donde se reencuentra y halla el camino del que un día se apartó. Y de ahí nace ‘Letanías a la Virgen Negra’, su primera composición religiosa, que empieza a escribir casi nada más concluir la visita.
“Rocamadour terminó de llevarme a la fe de mi infancia. Es un extraordinario lugar donde encontrar la paz y el sosiego. Allí he pasado largas horas en el santuario, solo ante la Virgen Inmaculada, y reconozco de golpe el signo indiscutible, el puñetazo de la gracia en pleno corazón. Nunca desde entonces se ha debilitado mi creencia”, dirá tiempo después.