Este miércoles, 2 de abril de 2025, se cumplen 20 años de la muerte del papa Juan Pablo II. Para recordar esta onomástica, ‘Vida Nueva’ ha seleccionado las veinte frases más trascendentales de su pontificado.
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El santo y pontífice fue un personaje fundamental para entender el último cuarto del siglo XX y su acción al frente de la Iglesia tuvo resultados trascendentales para terminar con la Guerra Fría e iniciar uno de los períodos de paz relativa más prolongados a nivel mundial.
En plena confrontación de bloques ideológicos, Juan Pablo II trató de trascender la política con un programa de paz. Sabía que cuáles eran las semillas de la guerra (“En nuestros días se advierte la creciente conciencia de que la paz mundial está amenazada, no sólo por la carrera de armamentos, los conflictos regionales y las injusticias que todavía existen en los pueblos y entre las naciones, sino también por la falta de respeto a la naturaleza, a la explotación desordenada de sus recursos y al progresivo deterioro de la calidad de vida”) y que sus frutos nunca son positivos.
“Lo mismo en la época de las lanzas y las espadas que en la era de los cohetes, la víctima es el corazón del hombre”, aseguraba, explicando que la paz debía firmarse con inteligencia y corazón, y estar construida desde valores sólidos que la sustentaran: “Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad”. Para ello, consideraba que no había paz sin justicia, ni justicia sin perdón. Había que respetar la libertad y dignidad del prójimo.
El perdón era el camino, el milagro contra la espiral de la violencia. Recetaba constantemente la necesidad de perdonar: “Recordad que nosotros mismos hemos necesitado el perdón. Tenemos necesidad de ser perdonados mucho más a menudo que de perdonar”, aseguraba al considerar que el humilde conquistaba a Dios, pues “Ningún pecado del hombre puede cancelar Su misericordia”.
El corazón de la Humanidad
Aunque le posicionaron ideológicamente, el pontífice se situó como un verdadero apóstol de la democracia virtuosa y la libertad. Una libertad sometida a la verdad, en la que existir y realizarse, basada en la pureza del corazón, el entrenamiento de la voluntad y la disciplina constante, ante el egoísmo y la inmoralidad. Estimaba, pues, que “el verdadero conocimiento y la auténtica libertad se hallan en Jesús. Dejad que Jesús forme parte siempre de vuestra hambre de verdad y justicia, y de vuestro compromiso por el bienestar de vuestros semejantes”. La mayor herramienta para obtener esa plena libertad es, a su juicio, la Iglesia, pues “Propone, no impone nada; respeta las personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la conciencia”.
Una Iglesia que “es el corazón de la Humanidad”, “la caricia del amor de Dios al mundo”. Una institución que “no necesita a ‘cristianos a tiempo parcial’, sino cristianos de una pieza” y sacerdotes santos con vocación, concretaba, luchando contra aquellos que trataban de convertirla en un instrumento del nacionalismo. Una Iglesia que denunciaba “con dolor la pobreza de muchos, en contraste con la opulencia de algunos”. Pobres que no podían esperar ante las formas de aislamiento creciente y egoísta, las opresiones de los pueblos, las injusticias, los desequilibrios económicos, las deportaciones forzadas, la eliminación sistemática de pueblos y el desprecio de los derechos humanos.
Tenía un concepto de la vida como un patrimonio que “debe ser respetado y protegido de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida”. Era el fundamento de cualquier otro derecho, “un don que se realiza al darse” que se veía amenazado por la debilidad humana.
Experiencia de camino
En ese sentido, defendía que la familia era la base de la sociedad, la institución del futuro, templo y casa de oración. “La familia es para los creyentes una experiencia de camino, una aventura rica en sorpresas, pero abierta sobre todo a la gran sorpresa de Dios, que viene siempre de modo nuevo a nuestra vida”.
En estos parámetros, analizaba la fe, pues, “en realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios”, decía, pues esta “no teme a la razón. Estas son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Fe que “además de conocerla, ¡Hay que vivirla!”, proseguía, para no acabar deshumanizados. En ese sentido, pedía “dejar una ventana abierta para que Cristo entre en sus vidas”, pues “La cruz se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva”, sentenció.
En sus últimos alientos de vida, le atribuyen una última reflexión poco antes de fallecer que muestran su compromiso con la religión y su fin en la vida: “Dejadme ir a la casa del Padre”.