FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Dios no es el gestor del azar o el planificador de dolorosas puestas a prueba de nuestro carácter. Su lugar no puede ajustarse a nuestra idea de la responsabilidad…”.
“Señor, tú has visto el crimen y mi venganza. Y tú lo has permitido. Señor, no te comprendo”. Interpretando al padre que mata a los violadores y asesinos de su hija adolescente en El manantial de la doncella, el actor Max von Sydow expresaba la perpleja y continua protesta que el hombre ha alzado hasta Dios desde el principio. No se trataba solo de creer, sino también de comprender.
Antes y después de Cristo, reiteradamente, la respuesta a esta pregunta esencial se ha sostenido a través de una resignación en la que quiere verse la fortaleza del vínculo entre la criatura y el creador. A pesar de todo, a pesar de la incomprensión de acontecimientos cuya responsabilidad última quiere hacerse recaer en Dios, a pesar de la injusticia calibrada con la perspectiva del hombre, la aceptación señala nuestra incapacidad para juzgarle.
La resignación no es un gesto de esperanza. La esperanza cristiana nada tiene que ver con una compensación que devuelva al universo su equilibrio. No es esa garantía de indemnizaciones espirituales en que se basan otras religiones. La esperanza cristiana es un acto de fe.
A lo largo de los siglos, millones de hombres han expresado, al mismo tiempo, su incomprensión y su fe. Si nunca se ha tratado exactamente de la esperanza, siempre ha sido un recurso para evitar la desesperación. A la falta de sentido de los actos de la naturaleza o a la crueldad de los acontecimientos históricos, hay que responder con la confianza en el poder de Dios, donde siempre debe encontrarse un significado cuya ignorancia solo es el fruto de nuestra imperfección.
Me impresionó que, ante la tragedia vivida en vísperas de la festividad del apóstol Santiago, ante la impasible violencia de la muerte en un accidente ferroviario, familiares y testigos proclamaran la presencia de Dios en aquel hecho.
“Hágase tu voluntad”, dijo Jesús casi al comienzo de la oración dedicada al Padre. Y esa voluntad es la que quiere aceptarse por almas destrozadas, por corazones arrojados a un abismo de desconcierto, por hombres y mujeres que solo pueden asumirla a través de una absoluta obediencia que ni siquiera precisa de una comprensión a escala humana, sino de la íntima y grandiosa certidumbre del misterio de la creación.
El cristianismo nos liberó de las mitologías paganas que convirtieron la vida del hombre en territorio donde se expresaba el capricho de los dioses. Joseph Raztinger indicó a Peter Seewald que la libertad no estaba contenida en la creación, sino que “pertenece a la constitución de la creación, a la existencia espiritual del ser humano”. La libertad no es solo situación fundacional, sino proceso y proyecto, sustanciación de la vida del hombre en la tierra, realización histórica del individuo y conciencia de su ser permanente, universal.
El cristianismo no se basa en la sumisión ni en la predestinación, sino, como también indicaba Benedicto XVI, en “aceptar por propia voluntad las posibilidades de mi existencia”. El cristianismo no concibe a Dios como un observador indiferente ni como un intruso, responsable por omisión o por acción directa del mal sufrido. Dios no es el gestor del azar o el planificador de dolorosas puestas a prueba de nuestro carácter. Su lugar no puede ajustarse a nuestra idea de la responsabilidad, sino a la plenitud de esa libertad del hombre en la que Él mismo se expresa.
El acto más alto de obediencia del cristiano es definir el fundamento de su fe: la decisión de Dios no solo de crearnos libres, sino de exigir nuestra libertad individual en el lento realizarse de nuestra existencia de hombres. Ningún mal podrá ser atribuido a la pasividad de Dios, ningún dolor podrá ser adjudicado a su indiferencia, sin destruir al mismo tiempo esa condición libre que nos donó, y que a veces tanto parece costarnos aceptar. Ese ha sido siempre su deseo. Hágase, pues, su voluntad.
En el nº 2.862 de Vida Nueva.