ARMAND PUIG I TÀRRECH | Decano-Presidente de la Facultad de Teología de Cataluña
“Tengo la impresión de que usted ha metido a la Iglesia en el segundo post-Concilio. Usted era demasiado joven para estar allí, pero lleva el Concilio en el corazón. Rezuma Vaticano II por todos lados y, como el poverello de Asís, ha puesto a los pobres en el centro de la historia…”.
Santidad:
No sé como usted ve el mundo desde Roma, pero puedo asegurarle que desde el mundo se le ve a usted como alguien cercano, de la familia. La palabra “padre” significa proximidad, preocupación y solidez. Y la expresión “Santo Padre” añade a aquella palabra el peso y el honor (onus et honor) de la santidad del Evangelio vivido y testificado. Por esta razón, se hace difícil tratarle a usted desde la distancia o desde la rigidez.
Tengo la impresión, Santidad, de que usted es un hombre libre, que conoce la vida de las personas de nuestro tiempo y que no rehúye sus contradicciones y sus esperanzas. Más bien las acepta, intenta comprenderlas y –lo que es más importante– intenta que nadie viva de espaldas a los demás, encerrado en su propio “yo”. Lo suyo es una humanidad radiante, simpática y profunda, que baja a la arena del sufrimiento y del dolor, pero que nunca abandona la perspectiva fundamental del Evangelio de Jesús: una compasión transida de alegría y de paz.
Me pregunto por qué se ha hecho usted tan popular en poco tiempo. Los de Buenos Aires darían más de una respuesta. La darían los de las “villas” de la periferia bonaerense, los jóvenes sometidos a un mundo que no les da oportunidades, las muchachas que fácilmente son utilizadas como moneda de cambio, los niños que anhelan una familia estable donde conocer el amor, los ancianos que cuentan los días de soledad y de abandono, los hombres y mujeres que usted conoció personalmente en sus múltiples visitas a aquellas “periferias de la existencia”.
Conozco a más de un ‘agnóstico’ que ha visto
en usted una imagen creíble del Evangelio de Jesús.
También conozco a personas de Iglesia que valoran sus gestos,
pero tienen una cierta dificultad para
comprenderlos en toda su profundidad evangélica.
Pero la respuesta la darían también las personas que usted ha ido encontrando en sus primeros meses de papa. Me viene a la memoria el joven discapacitado que usted abrazó en una de sus primeras audiencias en la Plaza de San Pedro, o el bebé a quien usted puso el chupete en la boca cuando se lo acercaron para que le besara, o el joven musulmán de Lampedusa a quien usted miró con el mismo amor con el que Jesús miró al rico que buscaba entrar en la vida eterna.
Podría continuar. Los instantes y gestos de su papado han mostrado que usted cree en la paternidad del obispo de Roma, pastor de su pueblo, amigo de los pobres, voz que habla en nombre de los que no son escuchados, conciencia de la humanidad entera.
Conozco a más de un “agnóstico” que ha visto en usted una imagen creíble del Evangelio de Jesús y, casi sin darse cuenta, ha hablado bien de la Iglesia. También conozco a personas de Iglesia que valoran sus gestos, pero tienen una cierta dificultad para comprenderlos en toda su profundidad evangélica. Sin embargo, sus gestos, Santo Padre, son reflexionados y de gran densidad teológica. Tienen a menudo la lucidez de la profecía y la fuerza que caracteriza a los gestos de Jesús. Sirven para mirar el mundo con los ojos de Dios.
Debo confesarle que estoy bajo los efectos de su viaje a la isla de Lampedusa, puerta de Europa para muchos miles de africanos y tumba para otros miles que han “muerto de esperanza”, como decimos en Sant’Egidio. Usted sabe que el primer viaje del nuevo papa fuera de Roma siempre se analiza con lupa. Se le busca un significado programático, se le atribuye un valor especial.
Usted ha recordado, con una decisión que debería sacudir la conciencia de Europa y del mundo, que no hay indiferencia posible ante el hombre tendido al lado del camino, que no se puede pasar de largo por el otro lado como hicieron el sacerdote y el levita. No se puede hacer oídos sordos a la voz de Dios que resuena en este momento de la historia: “¿Dónde está tu hermano?”.
No se puede caer en la anestesia del corazón,
ya que entonces desaparecería la humanidad.
Usted ha puesto el dedo en la llaga:
la cultura del bienestar nos encierra en una burbuja,
nos aísla y nos hace extraños los unos de los otros.
No se puede caer en la anestesia del corazón, ya que entonces desaparecería la humanidad –la de todos y la de cada uno–. Santidad, usted ha puesto el dedo en la llaga: la cultura del bienestar nos encierra en una burbuja, nos aísla y nos hace extraños los unos de los otros. No debemos repetir la historia de Abel.
Voy terminando. Tengo la impresión de que usted ha metido a la Iglesia en el segundo post-Concilio. El primero terminó con el papa Ratzinger, quien había asistido personalmente al gran evento conciliar. Usted era demasiado joven para estar allí, pero lleva el Concilio en el corazón. Rezuma Vaticano II por todos lados y, como el poverello de Asís, ha puesto a los pobres en el centro de la historia.
Ahora, pasado un largo y doloroso período de laceraciones y contestaciones, el mensaje conciliar, que ha llegado a los cincuenta años, aparece más vivo que nunca. Su persona, su palabra, le dan vida día tras día. ¡Que sea por muchos años!
Usted ha dicho que prefiere una Iglesia que se equivoque a una Iglesia que no salga al encuentro del mundo. Oraremos por usted, como nos pide. ¡Que el Espíritu Santo no deje de iluminarle!
En el nº 2.865 de Vida Nueva.