JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | Con la elección, en noviembre, de un nuevo secretario general de la Conferencia Episcopal Española y, en marzo, del nuevo presidente, se inicia un nuevo ciclo en la Iglesia en España. Las dos próximas plenarias tendrán sabor electoral y los obispos afinan ya en los perfiles, sin que se les escapen los nombres.
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Las estrategias ponen oído en Roma y será entonces cuando empecemos a ver si el “efecto Francisco” ha llegado a este país, que, de foma tan tradicional, tiene a gala su “amor al Papa”.
Toca un momento nuevo, después de más de treinta años con un estilo peculiar y específico, y que no vamos a juzgar ahora. Tiempo habrá de hacerlo, pero no un juicio a las personas, que han dado lo mejor de sí mismas en estos cargos, pero sí de su actuación y ministerio pastoral. Ahora es tiempo de mirar adelante y proponer perfiles de lo que se necesita, escuchando los nuevos retos que el papa Francisco está planteando a la Iglesia.
Un secretario general de este importante organismo ha de saber que su misión es ejecutar acuerdos de la Plenaria, poner en marcha las inciativas, coordinar las distintas comisiones, conocer bien todo aquello en lo que se trabaja, pero no intervenir más allá de lo que sea el cumplimiento del acuerdo. Es una tarea hacia adentro, intentando que la Casa de la Iglesia sea un taller, pero también un modelo de trabajo en comunión, dentro de esa rica diversidad que tiene la comunión eclesial.
No es su papel impulsar lo propio cuanto armonizar lo ajeno. Es un trabajo silencioso que pide mucho altruismo para tener que frenar las opiniones personales y ponerlas al servicio del colectivo, sin tener la tentación de la influencia indirecta.
No es su papel impulsar lo propio cuanto armonizar lo ajeno.
Es un trabajo silencioso que pide mucho altruismo
para tener que frenar las opiniones personales
y ponerlas al servicio del colectivo,
sin tener la tentación de la influencia indirecta.
Un buen secretario sería aquel que, con capacidades de diálogo, empatía y cercanía, supiese granjearse la confianza de todos. Hay caracteres que no sirven para esto, aunque sirvan para otras altas misiones eclesiales. Como tampoco se ha de buscar un secretario que sirva de ariete estratégico de nadie.
Hábil y comunicador, el secretario debe cuidar de limar aristas con medios de comunicación e instituciones públicas y no poner en su boca lo que los obispos no han dicho y ni tan siquiera han sugerido. Se olvida que, en unos segundos de televisión, una intervención puede cambiar la dirección total de un documento que costó hacer una semana. Y no solo es culpa del periodista, sino de quien ofrece la noticia también.
No es un mero mandarín, que crece en su poder. Muchas veces, la realidad supera a la ficción. Los obispos, empeñados en sus tareas diocesanas, dejan en manos del equipo de Añastro el ritmo de los trabajos conjuntos. No es desidia; es confianza, y cuando esa confianza se extralimita, se puede correr el riesgo de creer que el organismo es propiedad de los secretarios.
Un secretario, al fin y al cabo, es un carrefour o un crossroad, que reparte trabajo y mantiene el ritmo de lo que se ha pedido.
director.vidanueva@ppc-editorial.com
En el nº 2.869 de Vida Nueva.