FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
“Francisco tan solo reitera el contenido del Evangelio como la Iglesia viene haciéndolo desde hace veinte siglos, aportando su propio carisma nacido de la excepcionalidad de su origen y su experiencia vital…”.
Periódicamente, es desgraciada noticia el desencadenamiento de una situación bélica en países del Tercer Mundo, principalmente en África, o también las consecuencias desoladoras producidas por un cataclismo natural cuando afecta a las poblaciones del mundo subdesarrollado. En una u otra ocasión, telediarios, informativos radiofónicos o titulares de prensa nos informan rápidamente de la situación de la colonia española afincada en el país afectado y nos detallan los planes de evacuación o de asistencia a la misma, generalmente un número relativamente pequeño de compatriotas, salvo en alguno de los países de América.
De un tiempo a esta parte, vengo observando como en casi todos los noticiarios se omite reseñar que un porcentaje importante de los españoles censados son misioneros–religiosos y laicos–, que, además, la mayor parte de las veces se niegan a ser evacuados, permaneciendo con grave riesgo de sus vidas en los centros hospitalarios, educativos o asistenciales, donde sirven o atienden a los sectores más necesitados de las poblaciones indígenas.
En la memoria de todos está el recuerdo de las monjas que se negaron a ser trasladadas por los cascos azules en las guerras étnicas de hutus y watusis en Uganda y Ruanda; o el martirio de los hermanos maristas en el Congo; o las imágenes de los dispensarios improvisados por religiosos después del terremoto devastador de Haití.
Incluso, más recientemente, cuando fue noticia la insurrección fundamentalista islámica en Mali, que desencadenó una intervención militar de Francia, se dijo que los españoles allí residentes eran uno o dos centenares, pero nadie se molestó en subrayar que el mayor número de conciudadanos estaba integrado por misioneros allí afincados desde hacía décadas y que, aún sabiendo que sus vidas eran objetivos prioritarios del fanatismo religioso de los insurrectos, permanecieron en sus misiones al lado de sus fieles.
Cuando, eventualmente, se produce el secuestro de un cooperante español perteneciente a una ONG no confesional, la atención informativa se desata con una intensidad que no se produce de forma equivalente cuando el suceso afecta a personas o instituciones vinculadas a la Iglesia.
Cierto es que los cristianos no necesitamos más márketing que el de nuestra propia conciencia, pero tampoco debemos ser tan ilusos como para no pensar que el silencio informativo sobre las tareas misioneras obedece a un capítulo más del empeño de hacer noticia tan solo de las cuestiones que puedan dañar la imagen de la Iglesia.
Pensamos, por ejemplo, en la reacción que se produciría en la opinión pública si fuera informada del exterminio organizado de una minoría por motivos étnicos, ideológicos, de género o por su inclinación sexual. Pues bien, con la mayor indiferencia asistimos a la persecución y martirio de los cristianos en Nigeria, Kenia, Somalia, Sudán, Egipto, Siria, Irak, Pakistán, India y Filipinas, sin que las noticias de atentados, destierros y extrañamientos forzosos y masivos merezcan poco más que unas líneas en los periódicos y tan solo unos breves segundos de atención en radio y televisión, sin que ninguna institución, autoridad o gobierno exprese la más mínima solidaridad con las víctimas o denuncie la persecución desatada y la inmunidad con la que se produce.
En el nº 2.871 de Vida Nueva.