FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
“Regresa una izquierda empeñada en identificar a los católicos como parte de un proyecto político al que se tacha de conservador y reaccionario…”.
El pasado mes de julio, con el título de Por una vez, la política, publicaba en esta misma página una colaboración que terminaba diciendo, y reproduzco textualmente: “Cuando llegue el tiempo de conferencias y congresos, allá por el mes de octubre, se volverá a reabrir la cuestión religiosa que tanto pesar trajo a nuestro país e irresponsablemente se romperán los puentes que tanto fruto reportaron a la estabilidad de nuestra convivencia. Dicho queda”.
Conocidas las resoluciones relativas a la Iglesia católica aprobadas en la pasada conferencia del PSOE, muy tristemente he de reconocer que mis previsiones se cumplieron e, incluso, se quedaron cortas al conocer la inquina contra el hecho religioso que se manifestó durante el debate en comisión o las reacciones de entusiasmo con las que en el pleno se aplaudieron las continuas inventivas contra la Iglesia.
Anacrónicamente regresa una izquierda empeñada en identificar a los católicos como parte de un proyecto político al que se tacha de conservador y reaccionario, e incluso se les acusa de ser representado su ideario por estas o aquellas siglas, imputándole a la Iglesia el tomar partido en la contienda política.
Nada más lejos de la verdad. Nadie hoy habla en nombre de la Iglesia, más que la propia Iglesia, y nadie puede arrogarse la representación de la doctrina de la Iglesia más que la propia Iglesia. Fue la Conferencia Episcopal la que, al inicio de la Transisión, estableció con firmeza su postura contraria a la creación de cualquier partido político de corte confesional.
Sus actividades en España, la Iglesia las realiza conforme a sus derechos constitucionales, que le asisten igual que a cualquier ciudadano o institución, como es el caso de la educación, la libre difusión de su doctrina, la conservación de su patrimonio o la justa contraprestación a su ingente tarea asistencial. Circunstancia esta última que, por su compromiso de fraternidad con los necesitados, nunca requiere en su totalidad y que, por cierto, cicateramente, tampoco nunca se le reconoce.
Por su naturaleza moral, los principios y valores que la Iglesia defiende en la vida pública son de alcance universal, ya que obedecen a su compromiso con el interés general y el bien común, pudiendo, por tanto, ser compartidos por todas las personas.
Como señalaba Maritain, los valores cristianos son parte integrante de nuestra propia cultura social hasta el punto de que los principios cristianos son referente fundamental en la autoridad política y, de una forma u otra, figuran en los programas e idearios de los partidos políticos.
Ignorar estas realidades es poner en evidencia las profundas carencias ideológicas de la actual izquierda española, incapaz de elaborar propuestas racionales y posibles capaces de abordar la solución a los difíciles problemas económicos y sociales que afectan a la sociedad.
Se buscan falsos contenciosos, basados en auténticas falacias, como las relativas a las supuestas situaciones de privilegio económico y fiscal de las que se acusa a la Iglesia, o el aberrante asunto de los Acuerdos con la Santa Sede, denuncias cuya falsedad dejé en evidencia en artículos anteriores.
Quienes así actúan, digámoslo con claridad, cierran las puertas a la presencia de cristianos en sus filas, si bien es cierto que hay que agradecerles el acicate que, para las conciencias, representan sus burdos ataques, ya que imponen la obligación moral de ser coherentes y congruentes con nuestra fe en la vida pública.
La escalada en la hostilidad abierta y manifiesta contra los católicos roza ya la necesidad de plantear abiertamente que lo que está en juego es el mismo principio de libertad religiosa, ya que lo que se niega es “el derecho y el deber que asiste a la Iglesia para pronunciar juicios morales sobre las realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral” (Concilio Vaticano II).
No hay que temer el ser disidentes con lo políticamente correcto e, incluso, nadar contracorriente cuando la verdad de los otros no es la nuestra y se establece en contra de los principios que conforman nuestra conciencia.
Estos día en que celebramos el centenario del nacimiento del Premio Nobel francés Albert Camus, he recordado en varios escritos cómo este intelectual agnóstico nos decía en su obra El hombre rebelde que el auténtico hombre rebelde es el que no teme decir que no.
En el nº 2.875 de Vida Nueva.