¿Es viable la autofinanciación de la Iglesia?

(Vida Nueva) La recaudación de la Iglesia a través del IRPF ha crecido en el último año, pero ¿llegará a autofinanciarse algún día?, ¿cómo?, ¿para qué?… Juan Herrera Amezcua, ex ecónomo diocesano de Jaén y Luis González-Carvajal Santabárbara, teólogo y profesor en la Universidad Pontificia Comillas, abordan este tema en los ‘Enfoques’.

Austeros y transparentes

(Juan Herrera Amezcua– Ex ecónomo diocesano de Jaén) Vuelve a la plaza pública el asunto de la financiación de la Iglesia; resulta que la campaña publicitaria realizada por la CEE ha dado buenos frutos. Todos sabemos que las reacciones serán diversas: aplausos, rabia contenida, críticas al Estado y a la Iglesia. 

Al hilo de esta grata noticia, creo oportuno recordar que la Iglesia católica en España no recibe ya dinero alguno del Estado, pues el Gobierno, en este caso, sólo ejecuta lo que le indican los contribuyentes. Es verdad que esta colaboración es fruto de los vigentes Acuerdos Iglesia-Estado, pero también hay que señalar que sería una colaboración justa y necesaria en virtud de la presencia que la Iglesia tiene en la sociedad.

Para entender algo mejor el asunto de la financiación, sería necesario aclarar cuestiones:

  • La Iglesia de España está formada por una gran cantidad de instituciones jurídicamente independientes y, por tanto, no se puede hablar globalmente de los dineros de la Iglesia como si fuera algo gestionado por la CEE.
  • El dinero que llega a través de la asignación tributaria es sólo una pequeña parte de todo lo que la Iglesia recibe de sus fieles (entre el 25-30%). Por eso no se puede confundir la financiación de la Iglesia con lo que ésta recibe a través de la X en la casilla de la declaración.
  • La Iglesia puede disponer de bienes para alcanzar sus propios fines” (canon 1254). Es verdad que a veces se acepta muy fácilmente todo lo que la Iglesia recibe para fines caritativos y sociales, y no tanto cuando se trata de ingresos para la predicación o el culto. Haría falta comprender que tanto voluntario y tanto dinero entregado para esos fines sólo son posibles desde la predicación y el culto.
  •  La Iglesia aporta a la sociedad española una gran cantidad de personas y medios para prestar servicios no sólo en el ámbito religioso, sino también en la educación y en el patrimonio histórico-artístico.
  • La Iglesia no quiere privilegios; prefiere que se le trate como a cualquier otra institución benéfica que se dedica a servir a la sociedad; por eso se acoge a los beneficios que ofrece la Ley de Mecenazgo. 

Así pues, se puede decir que la Iglesia funciona económicamente gracias a los donativos de sus fieles por servicios recibidos, las colectas, limosnas y oblaciones, la colaboración del Estado y los rendimientos del patrimonio eclesiástico.

Su principal fuente de financiación son las aportaciones directas de los fieles bajo las distintas fórmulas existentes. Suponen alrededor del 70%, que proviene de las colectas que se realizan en las celebraciones litúrgicas, de las suscripciones periódicas (es la línea en que se quisiera avanzar), las herencias y legados, los donativos que los fieles hacen cuando reciben un servicio eclesial, las colectas extraordinarias con una finalidad concreta (Manos Unidas, Cáritas, Misiones…).

En segundo lugar, aparece la colaboración del Estado y otras Administraciones Públicas. La Constitución marcó la línea, el Acuerdo sobre Asuntos Económicos marcó su realización (1979); se fueron dando pasos insuficientes: la fijación del 0,5239% y la aparición imprevista de la casillas para “otros fines de interés social” con los que parecíamos estar enfrentados hasta el año 2000, en que se aprobó la compatibilidad entre ambas.

En 2006, se reforma el sistema: se fija en 0,7% el coeficiente de la asignación tributaria y desaparece la exención del IVA que tenía la Iglesia. El dinero que llega a las diócesis por tal concepto supone ese 25-30% de su sostenimiento básico, aunque varía según diócesis. Como dice Giménez Barriocanal, “la asignación tributaria constituye un buen instrumento de colaboración y compromiso con la Iglesia tanto para los creyentes, por razones obvias, como para aquellos que no comulgando con la misma, desean mantener una Institución que contribuye al bien común”.

Como asunto pendiente, entre otros, habría que plantearse: ¿por qué no pueden colaborar con la Iglesia quienes no están obligados a la declaración de la renta? ¿Cómo hacerlo posible? Junto a la asignación tributaria hay otras formas de colaboración de las Administraciones Públicas: desde que entró en vigor la Ley de Mecenazgo, las instituciones eclesiales gozan del mismo sistema fiscal que cualquier fundación. Otro fruto de esta Ley es la deducción en donativos entregados a la Iglesia. No hay que olvidar que, como otras instituciones, la Iglesia recibe en ocasiones subvenciones públicas para rehabilitar su patrimonio o realizar programas sociales. 

En tercer lugar, también hemos de tener presentes los rendimientos del patrimonio eclesiástico: es una pequeña parte de los ingresos de las diócesis, aunque a veces puedan hacer mucho ruido. Son inmuebles que se alquilan o enajenan, inversiones económicas del dinero obtenido para seguir atendiendo las diversas obras apostólicas y buscando el cumplimiento de la voluntad de los donantes.

Esta forma de funcionar parece dar buenos resultados. Nos corresponde mantenernos en la austeridad, ser más transparentes en las cuentas, trabajar más intensamente al servicio del pueblo de Dios y de los más necesitados… y dar a conocer la acción eclesial con los medios de esta sociedad.

Los dineros de la Iglesia: entre el realismo y la utopía

(Luis González-Carvajal Santabárbara– Teólogo. Universidad Pontificia Comillas) Cuando me preguntan si es legítimo que el Estado español -siendo, como es, laico- contribuya a la financiación de la Iglesia mediante la asignación tributaria, contesto afirmativamente, y además sin dudarlo un momento. Pero cuando me preguntan si éste es el sistema más evangélico posible, respondo, igualmente sin vacilar, que no.

El sistema de asignación tributaria es legítimo porque España no es un Estado laicista, sino laico -el Tribunal Constitucional ya se ha encargado de recordar en varias sentencias que se trata de una “laicidad positiva”-. No debe privilegiar a ninguna religión, porque no es un Estado confesional, pero sí debe apoyar el hecho religioso. Como dice nuestra Constitución (art. 16 § 3), “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Es cierto que a muchos españoles no les interesa la religión, pero también son muchos los que no se interesan por el deporte, por las fiestas populares o por el arte, y los poderes públicos hacen bien en subvencionar tanto lo uno como lo otro porque, siendo componentes del bien común, deben estar al alcance de cuantos lo deseen. Por otra parte, el sistema de la asignación tributaria vigente es muy respetuoso con quienes no desean apoyar a la Iglesia católica con sus impuestos: todo lo que deben hacer en en tal caso es simplemente no marcar la casilla correspondiente en la declaración de la renta.

Pero, desde luego, sería mejor todavía que las aportaciones directas de los fieles cubrieran totalmente las necesidades económicas de la Iglesia, como pasaba en los primeros siglos del cristianismo y pasa hoy en muchos países. Sería una manifestación de vitalidad eclesial, aumentaría la libertad de la Iglesia y mejoraría su imagen ante la opinión pública. Pienso que aquí tienen aplicación las siguientes palabras del Concilio Vaticano II: la Iglesia “renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio” (GS, 76 e). Así lo entendieron quienes eran los máximos responsables de la Iglesia española y de la Iglesia universal en enero de 1979, ya que en los Acuerdos Iglesia-Estado consideraron la asignación tributaria como una etapa de transición y se comprometieron a caminar hacia la autofinanciación.

Soy consciente de que no es fácil alcanzar esa meta, porque la asignación tributaria representa todavía alrededor del 25% del presupuesto de la Iglesia española (por cierto, que ya quisieran los políticos tener unos afiliados y simpatizantes tan implicados en sus partidos como los fieles en su Iglesia, porque en su caso la financiación pública “ordinaria” -excluyendo las subvenciones por procesos electorales- ronda el 95% de su presupuesto).

Entiendo, pues, a quienes dicen que nos falta todavía mucho y será imposible alcanzar la autofinanciación a corto e incluso a medio plazo, pero no puedo entender a quienes dicen que no debemos aspirar a autofinanciarnos; como entendería a quien diga que la rehabilitación de un accidentado será lenta y difícil, pero nunca entendería a quien dijera que es preferible quedarse cojo.

Para caminar hacia la autofinanciación de la Iglesia es necesario aumentar los ingresos, así como la colaboración económica de las diócesis más pudientes con las otras, pero también disminuir los gastos. Nadie pone en duda que la acción pastoral necesita de medios, pero no debemos pensar que la eficacia será mayor disponiendo de recursos poderosos “según el mundo”: cadenas de radio, emisoras de televisión, edificios lujosos bien equipados, etc. J. Maritain -que, obviamente, no es sospechoso de izquierdismo- lo advirtió hace ya muchos años: “Lo que hace del mundo moderno un terrible tentador es que propone y vulgariza tanto los medios temporales ricos, pesados y dominadores, los emplea con tal ostentación y poder que hace creer que son ésos los medios principales. Son principales para la materia, pero no para el espíritu”.

Pienso, en efecto, que los medios poderosos suelen detener la atención de la gente en ellos mismos y dejan de ser signo de “lo único necesario”. Además, cuando recurrimos a medios poderosos, es muy probable que nosotros mismos, inconscientemente, acabemos apoyándonos en ellos más que en Dios, sin poder comprender la experiencia de Pablo: “Cuando me siento débil es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 10).

Hace ya muchos años leí un pensamiento que no puedo olvidar: “No se trata de que seamos ‘partidarios’ de una pastoral pobre, sino de que seamos ‘capaces’ de ella”. Quizás ése sea el problema de la Iglesia actual: como no tenemos suficiente fe, no nos sentimos capaces de realizar una pastoral con medios pobres.

En el nº 2.649 de Vida Nueva.

Compartir