JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Los hay que fingen abrazarse al madero como si fuese la cruz del martirio, con tal de no bajarse de su propio empecinamiento…”
Se cumple un año de lo que entonces –tras la conmoción inicial– fue saludado como una lección espiritual y eclesial de profundo calado. Un año, pues, de la renuncia de Benedicto XVI, de una decisión tomada en conciencia “ante Dios”, y de la que no se sabe que haya tenido muchos imitadores, como, por el contrario, sí tenían otras actuaciones suyas, como en la resurrección de ciertas modas o ritos.
Ratzinger no quería ser Papa, por eso no le costó dejar de serlo. Ambas decisiones las vivió en clave de servicio. Y con la lucidez acostumbrada, aquel histórico 11 de febrero decidió retirarse a rezar porque ya no se sentía con fuerzas para gobernar.
Algunos le acusaron de bajarse de la cruz, cuando ejemplos hay a diario que nos demuestran que lo realmente difícil es apartarse para no entorpecer y que sea otro el que siga con el testigo. Los hay que fingen abrazarse al madero como si fuese la cruz del martirio, con tal de no bajarse de su propio empecinamiento, a donde los llevó algo tan poco evangélico como la soberbia o tan humano como el carrerismo.
Cuando se escucha a un obispo reconocer que en ciertas diócesis los fieles están sufriendo mucho por los modos y maneras del pastor, ¿cabría preguntarle si solo le queda mirar resignadamente para otro lado o, como sucede en el caso de los maltratadores, la protección a las víctimas habría de ser un derecho primario? No es de recibo que algunos teólogos sean perseguidos con saña y los desvaríos de algunos pastores pasen impunemente sin más escándalo, al parecer, que el de los fieles, que, cansados, desisten y acaban abandonando los templos, en donde no encuentran ni calidez ni calidad evangélica.
Tradicionalmente, la Iglesia no ha ayudado a sus pastores a dimitir. Es más, a veces, cuando se ven obligados a hacerlo por edad, tardan en aceptársela, como si fuese una deshonra. Incluso cuando algunos han renunciado antes de tiempo y se han marchado a servir a los últimos, les ha caído encima el estigma de un cierto malditismo.
Tal vez los laicos –esa mayoría silenciosa a cuyo servicio, según Francisco, está la minoría de los ordenados– puedan ayudar a esta transición en las costumbres. ¿Cómo? No resignándose a la fórmula pastoral del “siempre se ha hecho así”, como denuncia el Papa. Quizás haya llegado la hora de dar un paso al frente.
En el nº 2.880 de Vida Nueva.