FRANCISCO JUAN MARTÍNEZ ROJAS | Deán de la Catedral de Jaén y delegado diocesano de Patrimonio Cultural
“Su pintura religiosa mantiene un hálito de trascendencia, para abrir con sus formas y colores una realidad que va más allá de lo humano…”.
En el recién iniciado 2014 se celebrará, entre otras efemérides, el IV centenario de la muerte de Doménikos Theotokópoulos, conocido como El Greco. Congresos, exposiciones, publicaciones y otras iniciativas culturales acercarán al gran público a este enigmático pintor, cuya obra han pretendido desentrañar especialistas de la talla de Jonathan Brown, Manuel Cossío o Fernando Marías.
En la vida y la obra del cretense siempre hay algo de oculto, de reservado, de trascendente, una dimensión que es inaferrable por el espectador. En mi modesta opinión, el peregrinaje estético del Greco, que le llevó desde su Creta natal, pasando Venecia y Roma, para recalar finalmente en la España imperial del Quinientos, no logró borrar la base fundamental de su lenguaje pictórico, que no es otra sino la técnica artística oriental, bizantina, dirigida a la creación de iconos.
En efecto, El Greco no se dejó seducir por una tridimensionalidad óptica renacentista que ofreciese una visión fotográfica de la realidad, y aunque acusa el influjo del uso de los colores, no dejó de ser un iconógrafo bizantinizante a la occidental.
Por eso, su pintura religiosa mantiene un hálito de trascendencia, para abrir con sus formas y colores una realidad que va más allá de lo humano. Por eso, pasados los siglos, la obra del Greco sigue siendo tan peculiar y continúa atrayendo tanto.
Una lección que los modernos creadores de arte religioso deberían aprender para que su creación fuese eso, auténticamente religiosa.
En el nº 2.880 de Vida Nueva.