FRANCISCO SOTO MONTERO, párroco de Calahonda (Granada) | Con este título deseo rendir homenaje al Instituto Superior de Pastoral en su 50º aniversario, celebrado del 28 al 30 de enero en Madrid, coincidiendo con la XXV Semana de Teología Pastoral, en la que he podido participar.
Mi agradecimiento ha sido compartido con mis compañeros (uno secularizado y el otro en la Casa del Padre), durante casi treinta años en los que trabajamos en equipo sacerdotal en Granada y Málaga. Los tres participamos en el curso 1967-1968, recién terminados los estudios de Teología, en la Facultad de los Jesuitas en Granada. Recuerdo que fue un curso de gracia que marcó toda nuestra trayectoria pastoral. En esos momentos, nuestras antenas estaban bien abiertas y sintonizadas con los nuevos aires del Vaticano II, que nos llamaba a una nueva misión.
Los profesores deseaban poner en práctica un nuevo estilo pastoral. En España vivíamos tiempos difíciles, con una dictadura que había que superar. La teoría se traducía en la búsqueda de nuevas maneras de evangelizar. Los profesores nos animaban a desafiar el presente de la Iglesia y el mundo. Una Iglesia, entonces en España, muy clerical y de sacristía. Una sociedad caciquil y sin libertad…
Nos enfrentábamos a retos que debíamos asumir con radicalidad desde nuestra fe. La juventud y las ganas de trabajar por el Reino nos animaban. La palabra que más se repetía era la de encarnarse, y no en cualquier lugar, sino en el mundo de los pobres. Vivir como viven los pobres era un lema que nos martilleaban constantemente. Sin privilegios ni etiquetas que te distancien de esa clase social tan excluida y empobrecida, decíamos entonces.
Otra palabra clave era comunidad. No se puede ser cristiano individualista. Hay que crear grupos para celebrar la fe y la vida, en donde los laicos sean los protagonistas y testimonien a Jesús resucitado en sus ambientes. Se insistía en que la parroquia fuese una comunidad de comunidades.
La tercera palabra era compromiso. De curas y laicos. Compromiso comunitario. Una fe sin obras es una fe muerta, como nos dice Santiago en su carta. Compromiso en lo social, lo político, lo cultural y lo económico. Todos los campos deben ser evangelizados para que se haga realidad el Reinado de Dios en el mundo.
Con ese bagaje de horizontes, nos enseñaron a ser creativos, a arriesgar en nuestros compromisos junto a los laicos, en busca de los “alejados”. Después, descubrimos que ellos siempre estuvieron en su sitio, en la vida, y que la Iglesia, tal vez, los abandonó. ¿No nos pide el bondadoso papa Francisco que salgamos, que arriesguemos? ¿No va él delante arriesgando?
Gracias al Instituto porque, en estos 50 años, se ha mantenido en forma, dando su sello de calidad evangélica, a pesar de los últimos vientos conservadores… Pero ha arriesgado. Espero que, con la fuerza del Espíritu, siga apostando por la utopía del Reino.
En el nº 2.882 de Vida Nueva
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