SEBASTIÀ TALTAVULL ANGLADA | Obispo auxiliar de Barcelona
“La herencia de un obispo ‘no es el oro ni la plata, sino la santidad’. Ya lo proclamó el Concilio y ahora recogemos nuevamente su fruto…”.
El Concilio Vaticano II dejó sembrada muy buena semilla en el corazón de la Iglesia y mucho Evangelio esparcido en medio del mundo. Agradeciendo al Señor la elección del papa Francisco, me pregunto casi cada día qué elementos de renovación evangélica se nos están proponiendo para que la Iglesia de Jesús sea hogar acogedor y vivencia de misericordia. Nos llena de confianza y esperanza oír de él que “la cizaña no será nunca tanta como para llenar el campo”.
De ahí que “la Iglesia necesite sembradores humildes y confiados de la verdad que saben que cada vez les es nuevamente confiada y que se fían de su potencia”. Lo acaba de decir a la Congregación para los Obispos refiriéndose a la elección de candidatos, pero tanto vale para los que ya hemos recibido el ministerio episcopal como para los que en cualquier circunstancia tratan de discernir su vocación sacerdotal.
Nos sentimos llamados a una perenne conversión porque “necesitamos alguien que nos mire con la amplitud de corazón de Dios y que sepa elevarse a la altura de la mirada de Dios para conducirnos hacia Él”.
A partir de ahí, la conversión es siempre un cambio de rumbo que hace que toda la vida se vea orientada hacia Dios. Nos quiere kerigmáticos, orantes y pastores, custodios de la doctrina para fascinar al mundo con la belleza del amor y con la oferta de libertad que da el Evangelio.
La herencia de un obispo “no es el oro ni la plata, sino la santidad”. Ya lo proclamó el Concilio y ahora recogemos nuevamente su fruto. Por eso, “pastores cercanos a la gente, padres y hermanos, humildes, pacientes y misericordiosos, que amen la pobreza, interna como libertad y también externa como sencillez y austeridad de vida”.
Así de claro: “El rebaño necesita encontrar sitio en el corazón del Pastor”.
En el nº 2.885 de Vida Nueva.