FRANCISCO M. CARRISCONDO ESQUIVEL | Profesor de la Universidad de Málaga
“Desafortunadamente, la desigualdad vende, forma parte de este capitalismo salvaje que nos invade…”.
Chicas que con un risueño descaro salen de sus camas y se meten en la ducha. Autónomas hasta en los apetitos de la carne. Autómatas movidas por un resorte cuya energía se abastece gracias a la grandiosidad de su ego.
Muy pagadas de sí mismas, bailan con impúdico engreimiento hasta salir a la calle, al ritmo de una canción estridente que grita machaconamente que vivan su propia vida. Les gusta mirarse y ser miradas (no en vano, estamos en la edad de los selfies). La crisis para ellas es no saber qué ponerse de entre una infinita colección de prendas de chillones colores.
Y en el ambiente se respira el lema que protagoniza la campaña: La vida es chula. Es el triunfo del postureo, la sublimación de lo frívolo, el enaltecimiento del hedonismo.
Soy de los que piensan que la elección de una marca debería estar condicionada no solo por su estética, sino también por su ética. Desafortunadamente, la desigualdad vende, forma parte de este capitalismo salvaje que nos invade, porque interesa marcar las diferencias entre quienes consideran que la vida es chula y los que, por otro lado, la entienden como un reto, un deseo, una lucha continua por hacer este mundo más justo y solidario.
Ni que decir tiene de qué parte deberíamos estar los cristianos. ¿No podríamos hacer algo para declararnos insumisos a determinadas marcas? ¿O sería tal el índice de las “prohibidas” que nos quedaríamos desprovistos de todo? ¿Y no es eso precisamente lo que propugnamos, despojarnos de lo material para ser iguales?
En el nº 2.887 de Vida Nueva.