Ellas rompen las barreras hacia la igualdad, ¿también en la Iglesia?

Ellas rompen las barreras hacia la igualdad, ¿también en la Iglesia?

ilustracion-igualdad(Vida Nueva) La mujer está conquistando la igualdad en varios ámbitos sociales, entre ellos el laboral, pero ¿y dentro de la Iglesia? Con ocasión del Día de la Mujer Trabajadora (8 de marzo), la profesora Ana Cotán y la teóloga Marta López reflexionan en los ‘Enfoques’ sobre ambas realidades, sus principales desafíos y sus desajustes.

Co-creadoras con Dios en un apasionate alumbramiento

ana-cotan(Ana Cotán Romero– Profesora y delegada de Apostolado Seglar de Valladolid) La mujer actual vive una gestación difícil, pero apasionante, tanto en la sociedad como en la Iglesia. Experimenta día a día el peso de un embarazo (que no es que sea deseado, sino de derecho) y de las náuseas propias de ese estado que, aunque en este caso no son naturales, sí son necesarias para que la mujer pueda ser en la sociedad lo que debe ser: imagen y semejanza de Dios.

Recuerdo que, cuando era niña, la mayoría de las mujeres, con muy pocas excepciones, eran educadas sólo y exclusivamente para la casa; se las adiestraba en la pluralidad de tareas que el hogar requiere y, por supuesto, en ese papel tan apasionante como es el de dar vida, el ser co-creadoras con Dios; no tenían ningún otro papel en la sociedad. Tampoco lo tenían muy diferente en la Iglesia; colaboraban con el presbítero en el cuidado de los ornamentos litúrgicos y en la limpieza del templo. Y eran felices así, porque tenían algo muy claro: el sentido del servicio.

Han transcurrido unos años, y la mujer se ha ido dando cuenta de que su tarea de co-creadora con Dios es más amplia. Ve la necesidad de generar vida en todos los ámbitos, incluidos los sociales y los eclesiales. De ahí que ahora esté viviendo un tiempo arduo, pero excitante a la vez, momento de cansancio y angustias, que desembocará en el alumbramiento de una sociedad enriquecida por la complementariedad del hombre y la mujer.

La mujer, durante la gestación, no es un ser pasivo. Sufre su evolución y lucha para que la vida siga adelante; de ahí que sea incansable en su quehacer, aunque lo haga desde el silencio, la comprensión, la misericordia y la entrega. Igualmente, sufre en su interior la infravaloración, la exclusión de tareas, la incomprensión, el tener que demostrar a diario su capacidad en el trabajo, amén de llevar la casa adelante, la educación de los hijos, su propia formación… Y todo esto, todo, lo hace con entrega y pasión, porque sabe que con su esfuerzo está preparando algo que en un futuro inmediato beneficiará y enriquecerá a las nuevas generaciones. 

También la Iglesia a veces le ocasiona sufrimientos y desazones en esta gestación, al no pararse a meditar que, cada vez que se le niega a la mujer una tarea de servicio a la humanidad, se está ocultando parte del rostro de Dios. Dios es Padre y Madre, Hombre y Mujer; por lo que el hombre y la mujer son necesarios e imprescindibles en cualquier misión. Estos sufrimientos son reales y profundos, porque la mujer ama apasionadamente a su Iglesia y se siente herida cuando desde dentro de ella no es entendida, comprendida, no se la escucha; y cuando desde fuera es atacada achacándole un papel de pasividad. 

Pero estas amarguras espolean a la mujer, que se llena de energía para seguir luchando desde su acontecimiento de haber sido madre generadora de vida y comunicarla a todos los ámbitos de la pastoral: transmite la fe de su Iglesia a sus hijos, nietos, a los catequizandos, acompaña a los padres que piden los sacramentos para sus hijos, participa en consejos pastorales y juntas económicas parroquiales, acompaña a los novios en la preparación al sacramento del matrimonio, visita enfermos, sigue limpiando el templo y ocupándose de los ornamentos litúrgicos…; y dedica tiempo a su formación, porque entiende que es algo imprescindible para dar razón de su fe. Igual que sabe que el Paráclito también vive en ella, aunque a veces el hombre quiera ponerle un bozal al Espíritu. También comprende que puede y debe colaborar con todas sus capacidades e inspiraciones para que la sociedad sea mejor y la Iglesia sea lo que tiene que ser: Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, Sacramento de salvación… En todas estas tareas, lentamente pero con solidez, sigue abriendo caminos.

Se van dando pasos y abandonando dolores. La Iglesia comienza a ser como aquella primitiva Iglesia en la que los hombres y las mujeres caminaban juntos, se ampliaba bajo la guía del Espíritu creando nuevas comunidades, y juntos se corregían fraternalmente los errores cometidos y se alegraban de los logros obtenidos.

La mujer en el siglo XXI sigue manteniendo la esperanza. Confía en la oración, el trabajo y la energía en la lucha, al igual que lo hicieron las parteras en Egipto, Rut, Noemí, Judit, María Magdalena y María, la madre de Jesús. Todas ellas fueron fieles a su pueblo y al mensaje. No tuvieron miedo. 

La mujer actual ya está preparada. Espera el momento del alumbramiento… Y el hombre, ¿lo está?

El alto coste personal de la igualdad

marta-lopez(Marta López Alonso– Enfermera y presidenta de la Asociación de Teólogas de España) En el marco del Día de la Mujer Trabajadora son muchas las cuestiones que podríamos exponer vinculadas al desarrollo del derecho al trabajo y, con él, los avances de la discriminación en la remuneración salarial, así como la presencia pública en los diversos ámbitos laborales como un abanico de miles de posibilidades que hoy ya parecen -aunque con resistencia- simplemente posibles. Esta palabra, “posible”, cambia de color para las mujeres en la estructura eclesial. Es en ese momento donde la fe en un modelo de Iglesia de iguales se convierte en irrenunciable -por su raíz evangélica- y en acción transformadora, porque las mujeres, como el mismo Jesús, “hemos afirmado nuestra voluntad de ir a Jerusalén” (cf. Lc 9, 51), aunque ya sabemos que “Jerusalén” es la ciudad que mata a sus profetas.

Nuestro arte polifacético convierte nuestras vidas en un reto. Se trata, en el ad extra, de compaginar un trabajo civil con el estudio y la investigación teológica, que tratamos sea lo más profunda posible. La dedicación de tiempos flexibles reclama una enorme adaptabilidad. Nos otorga la riqueza del trabajo interdisciplinar, de la libertad de palabra, de la independencia económica, de la observación y análisis de la vida real desde la trinchera, de la defensa de nuestro ser creyentes y teólogas en espacios donde la teología es desconocida.

Por otro lado, en el ad intra, la búsqueda de la igualdad en el seno de la comunidad eclesial tiene para las mujeres un alto coste personal. Es complejo el equilibrio entre la ingenuidad y la reacción violenta ante la obvia injusticia. Explicito mis palabras desde el convencimiento de que hacer teología es una forma de trabajar “en” y “para” la Iglesia, pero ratifico que somos una minoría, y la mayor parte de las mujeres que trabajan en la Iglesia lo hacen desde otros cauces, casi siempre en actividades infravaloradas y la mayoría sin obtener remuneración alguna. 

La percepción de la desigualdad en la Iglesia como creyente y teóloga tiene dos planos: el de la obviedad y el de la sutileza. La obviedad nos lleva a la experiencia constante y contrastada del daño mediante la imposición de esquemas de pensamiento por medio de la sumisión intelectual en los temas de formación e investigación. Condenadas a ser discípulas sin mayoría de edad, pero no del Señor, sino de los maestros con minúscula de la ciencia teológica. Ante ellos, el grito de igualdad hace que ya no aceptemos el sometimiento -simplemente nos vamos-; es la única respuesta que Jesús nos ofrece cuando no somos bien recibidas. Nos “sacudimos el polvo de las sandalias” (cf. Mt 10, 14).

Otro plano de la realidad eclesial toca aspectos menos burdos ante creyentes más trabajados y sensibles a la igualdad, pero a quienes descubrimos, a menudo, que la palabra y la expresión les traicionan. Falta conversión en niveles profundos. Muestra de ello es que cuesta hacer permeables a la mujer los ambientes que hasta ahora han sido masculinos. Si pensamos en la tarea docente teológica, hay varones y mujeres más o menos brillantes, pero en igualdad de condiciones ellos siempre serán los elegidos.  

Por ello, cuando pensamos en clave de igualdad, y partiendo de la diferencia que obviamente nos separa, pensamos en la igualdad de oportunidades, de espacios, de valor de la palabra. Se trata de que se nos deje de medir en nuestro trabajo desde la medida de la sospecha y la defensa -elementos poco propios del concepto de igualdad-. El poderoso mundo de los sentimientos emerge con sutiles maneras de manifestar el desprecio, la alabanza vacía, las oportunidades sólo a medias concedidas y no del todo gratuitas, el sí pero no, en definitiva, la falta de conversión pero solapada. 

Sí creemos, sin ingenuidad, que a estos espacios hay que darles una oportunidad porque poseen -ya en germen- elementos indestructibles del Reino. La igualdad en el marco del bien común y de la justicia son conceptos propios e intrínsecos al Evangelio y precisan del ejercicio constante para conseguirlos. Tanto como se nos ha dicho que el entrenamiento en diversos hábitos da cuerpo a la virtud, es hora y momento -como un acto moral más- de realizarlo en el plano de la igualdad. Para que el sueño sea posible, habrá que ejercitarse en pedir a las mujeres palabra y creer en ellas, educarnos para hacer grupos de trabajo realmente mixtos -ni siquiera diré en paridad-, donde la presencia laboriosa de las mujeres sea algo más que un requisito de la modernidad, no una obligada concesión, ni un adorno floral… Prepararnos para escuchar consejo de las mujeres como sujetos de oración y de vida espiritual, no meras receptoras de doctrina. No poner trabas a su formación y a su investigación como signo de una vocación teológica que viene de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). Por todo esto, muchas somos fuera y dentro de la Iglesia mujeres trabajadoras.

En el nº 2.651 de Vida Nueva.

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