(José María Rodríguez Olaizola, SJ- sociólogo jesuita) Escribo esta columna el mismo día que empiezo a cumplir la retirada del carnet de conducir por un mes. Que conste que no me quejo, aunque las sanciones son duras, pero si es por concienciarnos, bienvenido sea. Desde luego, ya me cuidaré de no pisar el acelerador en travesías urbanas en el futuro. Si no es por la prudencia que debería guiarme al volante, al menos que sea por miedo a la sanción o al radar chivato. Así de zoquetes somos algunos.
El caso es que de golpe me veo privado de un derecho que me proporciona muchas comodidades. Y me doy cuenta de que en este mundo en el que vivo soy ciudadano en regla, con todos los papeles, permisos y derechos, con acceso a la documentación que necesito, cuando la necesito, previo paso por los trámites burocráticos del momento. Ciudadano de primera, con visado accesible para entrar en todo el mundo, con papeles que me abren muchas puertas.
Y, ante algo que al fin es una incomodidad pasajera y merecida, me vienen a la mente aquellos que sufren la ausencia de los papeles verdaderamente necesarios. Aquellos que no tienen los permisos en regla, y por eso no pueden trabajar, o no pueden moverse para visitar a los suyos. Aquellos que no se pueden poner malos porque su trabajo pende del hilo de la salud. Quienes no tienen un sello que les abra las fronteras, ni una nómina que les gane la benevolencia de los bancos, ni un permiso que les haga válidos para las empresas. Aquellos que en nuestra sociedad ordenada no son “de los nuestros”.
Y me da por desear un mundo en el que todos tuviéramos los papeles básicos. Y al comentarlo, me sugiere un buen amigo que quizás es mejor imaginar un mundo en el que nadie necesitemos esos papeles. Y me gusta su imagen. Sin papeles, sin etiquetas, sin más derechos que la dignidad básica de toda persona y lo ganado con el propio esfuerzo. Así estaría bien.