JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Han sido semanas en un túnel del que me esforzaba por sacar la cabeza de vez en cuando para mirar al cielo…”
Algunos de ustedes se han interesado por conocer los motivos de mi ausencia, durante las últimas semanas, de este rinconcito. Antes de nada, les pido disculpas por desaparecer abruptamente. Nada de censuras o presiones, como se ha aventurado, que tan mal casan con el espíritu de esta revista. La razón –con permiso del poeta– ha sido fieramente humana: la enfermedad que aparece sin avisar y logra paralizar, congelar una vida, borrando proyectos y convirtiendo los recuerdos en la materia con la que se amasa el presente, el día a día.
Han sido semanas en un túnel –que ya va quedando atrás–, del que me esforzaba por sacar la cabeza de vez en cuando para mirar al cielo. Siempre me ha gustado mirarlo. De niño, las nubes que pasan son una cantera inagotable de mundos y personajes. De mayor, su visión es una oración sin palabras, un estremecimiento de labios; es como una borrachera de crepúsculos que le conduce a uno a Dios, como, en versión libre, definiera Eugenio d’Ors la razón de los espectaculares cielos pintados por El Greco.
Sin despegar los pies del suelo, buscar su inmensidad ayudaba a sobrellevar la carga. Desde la inmovilidad de una cama de hospital, trataba de forzar el escorzo y así encontrar, a través de la ventana, un punto de fuga para ver cómo se recortaba sobre las montañas. Pero no era simple escapismo de una realidad amarga. El cielo estaba también en la familia, en los amigos, en el compañero de habitación con el que, apenas intuyendo que eso también es pastoral sanitaria, se estableció una relación que nos lleva a hablar del regalo de la vida que queda cuando ya nos han dado el alta…
Ahora ya saben dónde he estado este tiempo: muy poco atento a las cuentas que algunos hacían con los dedos para colocar candidatos en la presidencia de la Conferencia Episcopal; a las intrigas de opereta para cubrir vacantes en tal o cual arzobispado de relumbrón; o a la incontinencia verbal de algunos pastores, a los que –contraviniendo esta vez al Papa– me quedan muy pocas ganas de molestar, no vaya a ser que quieran dar más doctrina de la suya…
Lo dicho: disculpas y gracias.
En el nº 2.894 de Vida Nueva.