GINÉS GARCÍA BELTRÁN | Obispo de Guadix-Baza
“Incluso los errores propios o las dificultades del mundo educativo resultan ser el mejor aliciente para ser mejor maestro…”.
Todos hemos tenido maestros a los que recordamos con inolvidable afecto. Son los que han marcado nuestra vida, y a los que, incluso, reconocemos en lo que pensamos o hacemos a lo largo de la vida. Los maestros imprimen carácter en la existencia de una persona.
Gracias a Dios, hoy son muchos los que siguen siendo maestros; los que viven su profesión de enseñantes como una verdadera vocación al servicio del hombre y de la sociedad. Pienso ahora en esos maestros rurales a los que encuentro con frecuencia, y que me recuerdan lo grande y hermoso del oficio de enseñar. Con medios pobres, pero con un espíritu grande y entregado.
Maestro es el que sabe más y lo transmite a los demás. Es el que enseña con autoridad y no por imposición; es el que hace de la experiencia un medio de transmisión del saber y del vivir; es el que destaca por su virtudes, por eso hablamos de “maestro de vida” o de “obra maestra”. El maestro crea unidad en la vida del alumno.
El verdadero maestro, como toda vocación, es el que ama lo que hace y a los alumnos que le han encargado. Cada vez que mira a uno de ellos, no mira un número de la ratio de la clase, sino que sabe bien que ese alumno tiene una historia, una familia, unas circunstancias, un modo de ser. Es alguien original del que ha de sacar la obra maestra que hay dentro de cada hombre o mujer.
El maestro aprende enseñando. Cada respuesta, cada actitud, le enseña a ser mejor maestro. Incluso los errores propios o las dificultades del mundo educativo resultan ser el mejor aliciente para ser mejor maestro.
Los cristianos reconocemos a Jesús como Maestro, porque toda su vida es una enseñanza, una enseñanza con autoridad, hasta la entrega de la vida.
En el nº 2.895 de Vida Nueva