PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
“Lo más habitual es que empecemos escuchando a los demás, pero que, al poco, desconectemos…”.
Un poema de Luis Rosales (1910-1992) de inspiración sanjuanista dice así:
De noche, iremos, de noche
que para encontrar la Fuente
sólo la sede nos alumbra.
De noche
A Dios, por lo general, acudimos cuando en nuestra vida es de noche, es decir, cuando comprendemos que le necesitamos. Cuando es de día, en cambio, son tantas las luces que nos deslumbran que es fácil olvidarse de su Luz.
Al igual que al final de cualquier túnel, por largo y oscuro que sea, hay siempre una luz, en el más profundo centro de nuestras noches brilla siempre una llama. Esa llama es Dios, que nos espera en el corazón de nuestras tinieblas. La invitación, por tanto, no es a huir de la oscuridad, que es lo que normalmente hacemos, sino entrar en ella.
Nuestra noche oscura particular puede ser ahora un vicio no erradicado, una pasión desordenada, un pacto con la mediocridad, un problema económico o familiar grave, una crisis de pareja, un miedo de apariencia insuperable… Sea cual sea nuestra noche actual, Dios está ahí para nosotros. Esta es la convicción cristiana más radical.
La Fuente
La felicidad del hombre en este mundo depende de su conexión con su fuente interior, lo que los cristianos llamamos Espíritu Santo. Sólo esta Fuente puede saciar el corazón humano. El resto de las alegrías son pasajeras, fugaces, efímeras…
Seducidos por el espejismo de otras fuentes o, sencillamente, por pereza, con frecuencia, conscientes o no, nos alejamos de esa Fuente. A veces nos distanciamos tanto de Ella que ya ni la vemos y hasta dudamos de que exista. Y nos decimos: ¿no será una ilusión juvenil? ¿No me habré engañado cuando creí beber?
Cuanto más lejos estamos de la Fuente, más se van apagando las esperanzas y menos confianza tenemos en nosotros mismos y en los demás. El futuro se va estrechando. Sentimos la vida como un peso que nos fatiga. Crecen los miedos y las seguridades a las que pretendemos agarrarnos. Todo esto deja una huella física: se ensombrece el rostro y nuestra mirada se apaga. Hay quien piensa que eso es la madurez, pero se trata más bien de la decadencia espiritual o de la muerte en vida. Crecer bien es crecer en vulnerabilidad.
La sed
Es en esta situación límite, casi desesperada, cuando podemos reconocer que estamos profundamente insatisfechos. Antes, quizá, no habíamos tocado fondo y aún nos dejábamos engañar por los sucedáneos de la felicidad: el prestigio social, la compensación sensorial, la seguridad material… Pareja, familia, trabajo…; nadie niega que todo eso sea importante y bueno, pero no es, ciertamente, el Reino de los Cielos.
Lo primero que hace falta para atisbar algo de ese Reino es tener sed; sólo entonces acudiremos a la Fuente. Lo primero es desear la luz; sólo entonces salimos de la noche. ¿Y cómo? Gritando. Sólo un grito imperioso y desgarrado es escuchado por Dios. No hay oración sincera que Él no atienda. Ni una sola. Tampoco hay ritual vacío que Él escuche. Ni uno sólo.
Estar en Dios y estar en las cosas de Dios no es en absoluto lo mismo. Podemos ser muy religiosos y muy poco espirituales, y quizá sea éste nuestro cáncer. Podemos recitar plegarias durante media hora sin haber conectado con Él ni un segundo. Por desconfianza hacia Dios y hacia la vida –que es la misma desconfianza– nos aseguramos todo tanto que, al final, no necesitamos nada y, en consecuencia, nada hay que pedir de verdad. ¿Cuál es hoy mi grito?, ésta es la pregunta. ¿De qué necesito ser salvado en este momento de mi vida? ¿Estoy dispuesto a convertirme en un pobre que suplica?
En el nº 2.895 de Vida Nueva
Anexos
DEL MISMO AUTOR:
- OPINIÓN: Amistad con los límites
- OPINIÓN: El nombre de Jesús
- OPINIÓN: Oración contemplativa
- OPINIÓN: La disposición al sufrimiento