(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Estamos celebrando el bimilenio de san Pablo, una figura histórica con unas circunstancias y cualidades únicas dentro del Cristianismo. Convertido del judaísmo más radical y combativo a la fe cristiana por el mismo Cristo en persona, que le envió a una grandiosa misión evangelizadora a través de todo el Mediterráneo.
Es el Apóstol que mejor conocemos por fuera y por dentro, a través del Libro de los Hechos de los Apóstoles y de sus propias cartas.
Y como escritor se da la circunstancia de que es el primero que comienza a escribir ese grandioso cuadro de la vida de Jesús y de la Iglesia que llamamos el Nuevo Testamento. Cuando comienza su Primera Carta a los Tesalonicenses, lo hace sin poder citar ni apoyarse en los evangelios ni en otros escritos apostólicos, que todavía por entonces no se habían escrito, sino tan solo en la Tradición oral de la primitiva Iglesia, en contra del principio protestante de la sola scriptura.
San Pablo tuvo, además, el carisma de la inspiración bíblica, y entre sus cartas figuran páginas cumbre no sólo del Nuevo Testamento, sino inclusive de la literatura universal, como el himno a la caridad, amén de constituir en su conjunto un admirable tratado de teología pastoral y de espiritualidad, válido para todos los tiempos y un gran ejemplo de buen pastor, siempre entregado con generosidad al servicio de sus comunidades.
Como lectura espiritual, siempre nos mueve y nos conmueve con esos vuelos y revuelos a los que sube de pronto, aun tratando de los asuntos más prosaicos y polémicos: Cristo, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos; me amó y se entregó por mí; ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí; ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios, si no tengo amor, no soy nada… Dos mil años de historia no han gastado ni agotado esa lava ardiente de amor a Cristo que brota de sus páginas.