FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Hablemos a este mundo que sufre y en el que algunos pretenden que se nos ignore…”.
En estas últimas semanas en la que la campaña electoral ha propuesto a los ciudadanos diversos modelos políticos y sociales sobre los que levantar un concepto de Europa, he meditado sobre la inconveniencia de que nuestras ideas se resignen a la estatura ligera de los procedimientos y las cuestiones instrumentales. La crisis que vivimos tiene una profundidad que exige ir a las raíces mismas de nuestra civilización. Advertir del grave riesgo que corren los principios fundamentales de Occidente no es fruto de un desdeñoso pesimismo ni producto de un altivo afán de exageración. La preocupación por invocar, precisamente ahora, la vigencia de las bases de nuestra cultura obedece a la solidez de nuestra esperanza y al responsable ejercicio de nuestra prudencia. Son las que nos exigen hablar en esta hora con el riguroso apremio de nuestro compromiso y el firme convencimiento de la actualidad del catolicismo.
Porque no pensamos que la existencia del hombre es absurda; porque no creemos caminar en vano, en un mundo carente de sentido; porque nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad nos obligan a elevar los ojos hacia el destino del hombre libre, por encima de la contingencia de la crisis, poseemos la autoridad y el vigor espiritual que durante dos mil años han ofrecido consuelo y alternativa a la soledad del hombre. Nuestra voz de católicos no es una más; no es una opinión que se suma, entre muchos otros apresurados análisis de la crisis, a la tertulia inmensa y superficial en que se ha convertido el debate intelectual. Los propagandistas de un laicismo de cartón piedra han puesto a prueba nuestra paciencia con sus caricaturas, que no afectan solamente a la Iglesia y a los creyentes, sino al carácter constitutivo de nuestra civilización. Han confundido torpemente la secularización del mundo y la libertad religiosa con la indiferencia ante principios morales y normas teológicas sobre las que nuestra cultura afirmó su identidad.
¿Qué podemos decir, qué tenemos que decir los católicos en una situación que vuelve a poner a prueba la vigencia de nuestro mensaje? Ante todo, debemos proclamar que en el cristianismo se inició el viaje del hombre a través de su libertad camino de su redención y que el Sermón de la Montaña se predicó en un mundo de tiranía, donde ni siquiera existía el concepto del hombre universal, idéntico en su dignidad inviolable y en su permanente integridad. Y podemos añadir que el catolicismo salvó, en el siglo XVI, una idea de la religión basada en la realización existencial del hombre en la comunidad.
Mientras la cultura protestante nos legó la angustia perenne de un individuo a solas con su fe y su esperanza de ser beneficiado por la Gracia, el catolicismo renovaba la confianza en un hombre libre, responsable de sus actos, con un alma capaz de salvarse o condenarse, entregado a la alegría diaria de ser parte de una comunidad de creyentes respetuosa con una larga tradición que arrancaba de la presencia personal de Dios en la tierra. En un espléndido y casi olvidado ensayo, Aranguren relacionó la obra de san Ignacio con “el advenimiento del hombre moderno y de la conciencia de sí mismo, el espíritu de la libertad y responsabilidad personal”. Frente al individualismo protestante, se afirmó entonces que el hombre no se alejaba de Dios por ir hacia el mundo, sino que en cada acto bondadoso suyo en la tierra residía, firme y amorosa, la huella del Supremo.
Ese catolicismo, que salvó al cristianismo de ser asunto privado, debería hablar más alto y más claro en lo más hondo de una crisis que tanto nos aflige. No es preciso que se defienda la modernidad de nuestra visión del hombre: basta con que se señale su permanencia, a lo largo de los siglos, su congruencia con este y cualquier tiempo histórico. Rescatemos la huella de Dios en estos tiempos de cólera.
Hablemos a este mundo que sufre y en el que algunos pretenden que se nos ignore. La alternativa a la palabra no es el silencio, sino el ruido. Y en medio del ruido y de la furia, de la angustiosa confusión y de la soledad terrible del hombre, recordemos que, en el comienzo de todo, en el instante inicial del universo, y en cada momento en que el caos nos amenaza, en el principio siempre está el Verbo.
En el nº 2.901 de Vida NUeva
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