ETTORE GOTTI TEDESCHI (ECONOMISTA Y EXPRESIDENTE DEL IOR) | El bien común, del que tanto se habla, no podrá realizarse si no se consigue restaurare omnia in Christo, como auspiciaba san Pío X. El bien común presupone la búsqueda de valores comunes, deseados por todos. Estos valores comunes son el resultado del papel efectivo de la Iglesia, máxima autoridad moral organizada del mundo: ha logrado que se crea en ellos y se pongan en práctica confrontándose con el mundo y con las llamadas exigencias de la modernidad. En la encíclica Lumen Fidei se expresan bien las condiciones para llevarlos a cabo.
La Iglesia de Cristo ha sufrido, sobre todo en los últimos tiempos. Recordemos que, en la segunda mitad del siglo XIX, se difundió una forma de positivismo agnóstico contra ella que borró las leyes morales y preparó el terreno al nihilismo de hoy. Ya entonces, se intentó afirmar que la libertad viene antes de la verdad y que la libertad de conciencia no debe ser condicionada. Pero, desde León XIII hasta Pío XII, la defensa del Magisterio fue fuerte y convincente, incluso tras la separación entre Estado e Iglesia.
En el siglo XXI, el nihilismo organizado dominante (llamémoslo así por convención) ha sido capaz de superar el problema de separación entre Estado e Iglesia, intentando incluso “utilizar e influenciar” a la propia santa Iglesia. Estos intentos tienen varias caras. Algunas consisten en la imposición de las interpretaciones de los “cambios necesarios en la Iglesia”, provocando expectativas divergentes entre mundo laico y mundo católico.
Se nos pregunta: “¿Por qué pretender una Iglesia más terrena, más cercana a las necesidades de los hombres de hoy?”. Cuando Cristo explica a los apóstoles que “yo he venido para que tengáis vida, y para que la tengáis en abundancia”, no se refería a la vida terrena, sino a la eterna. Cristo vino para liberarnos del pecado, no del hambre o de las preocupaciones. El fin de la Iglesia es la salvación de las almas y, en sus 2.000 años, sabe bien lo que significa; no necesita sugerencias externas.
El fin de la Iglesia es la salvación de las almas, y sabe bien lo que significa; no necesita sugerencias externas
La Iglesia debe formar al hombre en esta conciencia, tal vez con más “confesiones” que “concesiones”. Estas especulaciones sobre la “necesaria renovación” provocan interpretaciones que siguen abusivamente varias formas de razonar, dejando imaginar que la Iglesia, en el intento de recuperar cuota de mercado, pueda dar la razón a quien se ha equivocado, conformándose con las costumbres o los desórdenes, fruto del laxismo en la educación y la doctrina.
Dicha especulación deja incluso imaginar que la Iglesia pueda intervenir sobre los efectos de la descristianización, en lugar de sobre las causas; que pueda estar disponible a adaptarse al pecado consolidado en materia moral (sobre todo, sexual); que pueda estar más atenta y preocupada de la “miseria económica” que de la “miseria moral”, que es la que origina la primera.
Tras la Resurrección, Cristo exhortó a los apóstoles a predicar el Evangelio por el mundo. No pidió que se encargaran del yugo de la ocupación romana o de la penuria de los recursos terrenos. Siempre la especulación genera confusión sobre la posición de la Iglesia hacia los principios “no discutibles”, mientras ignora completamente los llamamientos continuos de los pontífices a la realidad del diablo, al pecado, etcétera.
La especulación deja pensar que se pueda dialogar con los laicos contradiciendo lo que se explica a los católicos, asustando así al rebaño al recordar que “lo que les gusta a los lobos no puede gustarles a los corderos”. La Iglesia sabe bien que si el comportamiento errado de las personas no se corrige sino que se tolera, corre el riesgo de comprometer los principios que inspiran el propio comportamiento.
La Iglesia sabe bien que no es una ONG que se ocupa principalmente de la miseria material, como el mundo laicista querría, sino de la miseria espiritual. Si no fuera así, correría el riesgo de divinizar los derechos del hombre en lugar de los de Dios, de valorizar lo social y lo colectivo frente a la autoridad y la Verdad. También hoy el hombre pertenece a Dios y no a sí mismo, como pretenden los laicistas nihilistas para que el verdadero bien común no llegue a producirse. Es este el punto clave de este escrito.
¿Pero qué es el bien común hoy? Es el bien producible aquí en la tierra, correspondiente a la naturaleza humana creada por Dios. Naturaleza hecha de cuerpo, intelecto y espíritu. Es un bien del que todos deben poder participar singularmente, mientras el Estado debe hacerlo posible, subsidiariamente, al ciudadano. La Iglesia se interesa por las obras terrenas del hombre, pero estas son un medio. Es el cielo lo que da sentido a la tierra.
El Estado laico no puede pretender que la Iglesia esté dispuesta a adaptarse a sus leyes con la excusa de aceptar los “derechos humanos” de quien no tiene los mismos valores
¿Y se ha realizado hasta ahora este bien común? No. Veamos por qué. Los partidos políticos y grupos de presión piensan solo en sí mismos. El Estado social influencia las decisiones de las personas y de las familias. El Estado desanima la vida espiritual y gestiona la intelectual, además de imponer la material con el consumismo. El ciudadano no goza de seguridad, vive la injusticia, la dificultad de elección, no conoce el verdadero bienestar ni la verdadera educación.
En la práctica, no puede vivir de forma plena la propia naturaleza humana. Esto se debe a que el Estado laico no reconoce los valores comunes referidos a la Creación y a Dios, que ha hecho leyes con las que el Estado debe conformarse. Por eso el Estado no es capaz de permanecer en pie, al relativizar los valores y las leyes naturales.
Pongamos el ejemplo de la familia. Sus elementos son unidad, indisolubilidad y fecundidad; fueron establecidos por la naturaleza y la Revelación. La familia es fuente de la vida, el matrimonio está elevado a la dignidad de sacramento por el propio Cristo, pero, en los últimos años, el valor del matrimonio se ha modificado y la Iglesia ha sufrido la expropiación de la jurisdicción sobre la familia como autoridad moral. Si la Iglesia, en su Magisterio, tuviera que incorporar ahora la jurisdicción del Estado, ¿qué pasaría?
Piénsese en la educación religiosa, que enseña cosas diferentes a las del cientismo agnóstico y deberes que este rechaza. ¿Qué ocurriría? Es verdad que hoy el Estado laico es agnóstico y tiene relaciones con las religiones según oportunidad y conveniencia, pero debería estar atento a respetar los derechos de lo que está ordenado según la naturaleza y lo que no lo está. Pero, sobre todo, el Estado laico no puede pretender que la Iglesia esté dispuesta a adaptarse a sus leyes con la excusa de aceptar los “derechos humanos” de quien no tiene los mismos valores.
¿La Iglesia debería, tal vez, dejar de reconocer la dignidad del hombre, las leyes de la Creación y al mismo Creador? ¿En qué Iglesia se convertiría? Sin duda, sería una institución de ética social sin fundamento. La separación Estado-Iglesia se interpreta desde siempre con la expresión de Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Las dos autoridades son independientes, pero la fuente ¿es la misma o no? ¿No es también el mismo objeto (el hombre)?
Aunque hay un dualismo metafísico, separar estas dos autoridades (subordinando una a la otra), aun en su independencia, significaría deshumanizar al hombre. No pueden separarse las leyes divinas de las leyes humanas. En el mundo global, las cosas podrían ir todavía peor. El mundo global seguirá en pie solo si acepta una serie de valores comunes.
Por eso, muchos piensan en el valor común más fácil de aceptar, la protección del medio ambiente, queriendo transformarlo en religión universal. Deben ser, en cambio, valores morales, no según la raza o la cultura. Deben referirse a la dignidad única del hombre, que es un valor que debe ser homogéneo y compartido. Este valor permite la verdadera solidaridad natural entre los hombres, la natural caridad.
El problema de la miseria económica viene de la miseria moral. La ley moral está impresa en el espíritu de toda criatura. Negársela, no incorporándola en las leyes del Estado, parece facilitar la búsqueda de la libertad, pero en realidad solo facilita la pérdida de la libertad y el desorden por ley.
La Iglesia, como autoridad moral organizada en el mundo, como escribe Francisco en Lumen Fidei, debe custodiar la Verdad, debe educar, impartir los sacramentos, debe hacer rezar. Esto confirma que podemos estar seguros de que es necesario restaurare omnia in Christo para tener pax Christi in regno Christi. Y conseguir así el famoso “bien común”. Si no, no haremos nada y se nos pedirán responsabilidades por ello un día.
En el nº 2.903 de Vida Nueva
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