ALBERTO INIESTA | Obispo auxiliar emérito de Madrid
“Destacaba por la perfecta conjunción de dos virtudes que a primera vista pueden parecer si no inconciliables, al menos frecuentemente separadas…”
Aunque Ramón Echarren era más joven que yo, tuve la suerte de ir en dos ocasiones detrás de él, siquiera renqueando.
La primera, cuando ingresé en el Colegio para vocaciones tardías de Salamanca, donde él estaba ya cuando llegué, y fue entonces cuando nos hicimos amigos. Más adelante, cuando me llevaron a Madrid como obispo auxiliar, en la Vicaría III, Moratalaz, y en la Vicaría IV, Vallecas, donde estaba como vicario cuando yo le suplí, tratando de seguir por el cauce pastoral que él había abierto antes.
Ramón Echarren tenía muy buenas cualidades: simpático, tratable, trabajador infatigable y buen organizador; de fe recia y talante postconciliar, abierto y cercano a la gente, prudente y a la vez valiente, cercano colaborador de Vicente Enrique y Tarancón.
Creo, además, que especialmente destacaba por la perfecta conjunción de dos virtudes que a primera vista pueden parecer si no inconciliables, al menos frecuentemente separadas. Poseía una notable inteligencia, lúcido y ecuánime, y al mismo tiempo, un corazón de oro que irradiaba bondad y cariño de manera espontánea a su alrededor.
Pero no puedo pretender contar aquí todo el trabajo pastoral que hizo en Madrid, en Cáritas, en la Encuesta al Clero, y en Canarias, que muchos otros podrían explicar con mayor detalle.
Solo quiero terminar con una esperanza: que por última vez, Ramón del alma mía –como empieza una vieja copla–, me sirva de introductor en el Reino de los Cielos, cuando pronto llegue a la puerta pidiendo comprensión de mis debilidades.
En el nº 2.906 de Vida Nueva.
LEA TAMBIÉN:
- IGLESIA EN ESPAÑA: Pastor humilde y sencillo
MÁS DEL AUTOR:
- OPINIÓN: Voluntariado eclesial
- OPINIÓN: Dichosos los austeros
- OPINIÓN: Fuentes de Dios
- OPINIÓN: Concilio y transición
- OPINIÓN: El Quinto Poder