Tribuna

La lógica de las rivalidades

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Jesús Sánchez Adalid, sacerdote y escritorJESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor

“La calumnia, la maledicencia y el chisme son propios de sociedades poco evolucionadas; de mundos pequeños, faltos de cordura y de razón…”

Si la conducta humana fuera racional, es decir, si actuáramos únicamente para alcanzar los fines que nos proponemos, bastaría con la inteligencia y la voluntad para hacer de este mundo un paraíso. Pero, por desgracia, sucede en general que lo que resulta favorable para unos es de alguna manera perjudicial para otros, hasta en los fines más loables. Porque los hombres se mueven con frecuencia impulsados por pasiones que alteran su percepción de las cosas: si les asalta el deseo de dañar a alguien, obran persuadidos de que ese daño a la larga les será provechoso. Con lo que finalmente está el corazón por encima de la cabeza. Así resulta que las tensiones, los conflictos, las envidias y las zancadillas se dan en casi todos los ámbitos de la vida humana: en la familia, entre los amigos, en el trabajo, en la escuela, en los partidos políticos, en los hospitales y, por supuesto, en la religión.

Los seres humanos somos egoístas por naturaleza y nos centramos en nuestros propios deseos y problemas. Pero a la hora de encontrar defectos en los demás y hacérselos saber a todo el mundo, sabemos dejar el propio yo de lado y aparecemos como los únicos perspicaces. Todos somos expertos en las vidas ajenas y maestros en hallar sus faltas. Y es triste comprobar que en la Iglesia, como en todas partes, sobreabundan los que creen tener las soluciones para todo. Y así sucede que se critica sin conocer: nombran un obispo, un párroco o un cargo diocesano y ya sale alguno a descubrirle los inconvenientes, no tardando en hallar las tachas, los contras y los peros. Sin dar tiempo siquiera a que venga… En la parroquia, dentro de una orden o entre los sacerdotes de una diócesis, entre los miembros de un grupo de laicos, entre los movimientos y asociaciones, se producen esas rivalidades que desgastan, que encienden los ánimos y que dividen.

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La calumnia, la maledicencia y el chisme son propios de sociedades poco evolucionadas; de mundos pequeños, faltos de cordura y de razón. Hay quien se entretiene con esto y se pasa horas hablando o murmurando de otras personas. Pero otras veces la cosa es premeditada: hay consumados artistas en desprestigiar, sin maldad aparente, solo para sentirse importantes; o disfrazando la cosa de sana crítica… Y hacen correr bulos contra quien simplemente les cae mal o piensa de manera diversa en algún pormenor, sin considerar el daño que ocasionan a las reputaciones y a la honra. También están los que lo hacen maliciosamente, con la intención de causar daño; por rivalidad, celos, envidia, competencia, oposición, antagonismo, pugna…; posiblemente movidos por un gran complejo de inferioridad.

San Agustín, en las Confesiones, observa a los niños con el fin de indagar sobre los pecados que había cometido él en su propia infancia, y refiere una situación que saca a la luz esta triste naturaleza humana: “Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeñuelo presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada a su hermano de leche”. Este testimonio echa por tierra las teorías que proponen que lo que orienta al ser humano es el bien. Y Freud plantea que la agresividad en el niño está íntimamente ligada al egoísmo que hace que no tenga consideración al prójimo cuando se trata de la satisfacción de sus deseos.

En el Evangelio leemos cómo Cristo tuvo que intervenir varias veces cuando se producían fricciones o envidias entre los discípulos. Dejó claro el antídoto: “El que quiere ser grande ha de convertirse en servidor de los otros”. También Francisco aludió a la “hipocresía religiosa” y lanzó un reclamo: “Nuestro testimonio será cada vez más incisivo cuanto menos busquemos nuestra gloria”.

Todos necesitamos del realismo práctico de Pablo para comprender que el éxito y el crecimiento son obra de Dios; quien únicamente merece todo crédito, honor y gloria (1 Corintios 1.28-31).

En el nº 2.907 de Vida Nueva