CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Quien ha de ocuparse del gobierno pastoral de la porción del pueblo de Dios que se le confía, ha de hacerlo con el magisterio y la caridad…”
Cualquier parecido con la realidad, no es que sea pura coincidencia, sino un extraño interés en desfigurar la identidad y el ministerio episcopal. Con motivo de los últimos nombramientos de obispos para unas sedes importantes de España, se desbordaron las opiniones acerca de lo que debían de ser las cualidades que habrían de tener los candidatos que ocuparían sedes de tanta relevancia.
El perfil deseable, según esas opiniones, era el de un candidato a ocupar un puesto empresarial importante. Una especie de eficaz gerente para una organización por demás compleja. Naturalmente, esa figura no se parece en nada a la de un pastor del pueblo de Dios.
Quien ha de ocuparse del gobierno pastoral de la porción del pueblo de Dios que se le confía, ha de hacerlo con el magisterio y la caridad. Ser padre y hermano, paciente y misericordioso, que ame la pobreza y viva con sencillez y austeridad. Que sean pastores, pero no de sí mismos sino de la comunidad a la que tienen que servir. Estar lo más cerca posible de todos, especialmente a los pobres, acogiendo a unos y otros con magnanimidad y siempre abriendo el corazón al que llegara. Tener capacidad de escucha comprensión, ayuda y dispuestos a ofrecer guía y orientación. Caminar delante del pueblo, indicando el camino a seguir para fortalecer la unidad, abrir nuevas sendas donde predicar el evangelio. Su actitud ha de ser humilde y sincera. Así lo quiere el papa Francisco.
Si el oficio fundamental del obispo es el de evangelizar, siempre en este espejo de la buena noticia que el Señor Jesús ha ofrecido, debe ser el referente continuo al que se ha de mirar para conformar la vida en la doctrina recibida. Y no empeñarse, en forma alguna, en copiar y querer identificarse con modelos de organización, que pueden ser muy útiles y eficaces para otras empresas, pero no para una institución que, tanto por su naturaleza que por los objetivos que persigue tiene una dimensión teológica que escapa por completo a unas estructuras meramente humanas.
No resulta siempre fácil convencer de la originalidad de la Iglesia y de su un un poco parecido con una organización meramente social. Se ofrecen a la Iglesia consejos acerca de lo que debía hacer y lo que tenía que olvidar. La intención puede ser buena, pero las orientaciones, las más de las veces, no corresponden en absoluto a lo que intenta la Iglesia con el contenido de su fe, de la vocación recibida y del ministerio que hay que realizar.
La Iglesia lo que tenía que hacer… La Iglesia tiene que ser ella misma, fiel a su fundador y a la misión que se le ha confiado. Cualquier tipo de organización, de estructuras y de programas ha de tener inexorablemente en cuenta lo que es la naturaleza de este nuevo pueblo de Dios. El anuncio de la palabra de Dios, la celebración de los sacramentos y la práctica de la caridad un están en la esencia de su constitución y de su ministerio.
En el nº 2.910 de Vida Nueva