(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
Hoy les cuento una de esas ocurrencias graciosas que, con tintes senequistas, corren por el sur. Un par de amigos sin trabajo, mientras conversan y discuten en la plaza, reciben la oferta para descargar un camión de cemento atascado en una calle estrecha. Acabada la faena recibieron su buena e inesperada propina y lo celebraron tomando un vinito en el bar de la esquina. Al llegar uno de ellos a casa, saludó con un beso a su mujer, que lo esperaba para el almuerzo y que con sorna lo espetó: “¡Qué olor a vino traes; lávate esa boca!”. Ávido, nuestro amigo respondió: “El vino lo has olido pero el cemento no”. Hace unos días hablaba yo aquí de esa “Iglesia del no” que pulula por telediarios, tertulias y ruedas de prensa, con voz altiva y ademán gallito, hablando de gimnasia y de magnesia y confundiendo el trasero con las témporas, queriendo opinar hasta de la alineación del Madrid. Molestos algunos lectores, me llaman diciendo que huela también el cemento; que hay una “Iglesia del sí” que trabaja y suda de verdad. Concedo y esa Iglesia siempre tuvo aquí un lugar destacado. Está en el trabajo de hombres y mujeres, consagrados o no, que dan brillo al rostro de la Iglesia en la frontera en donde se debate el evangelio de las palabras y de las obras y hoy son visibles en muchos rincones que en estos días recogen lágrimas furtivas de nuevas pobrezas que la crisis vomita. Está en quienes acogen, comparten, vibran y siempre están ahí. Es la “Iglesia del sí”, la que sonríe y muestra, junto al olor del incienso, el olor del sudor del harapo más que del oropel. “Somos el buen olor de Cristo”, decía Pablo a los corintios. Una fragancia que tumba muchas voces casquivanas.
Publicado en el nº 2.654 de Vida Nueva (del 28 de marzo al 3 de abril de 2009).