Tribuna

“Según las escrituras” (y II)

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la CulturaGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“Tenemos a disposición un instrumento fundamental, el lenguaje, que en nuestros días estamos dejando degenerar….”.

Hablábamos en nuestro anterior artículo de la palabra como matriz primaria del libro y misteriosa expresión de nuestra humanidad. Frente los intentos ilustrados de acabar con la belleza de la palabra, el gran código de la cultura occidental, es decir, la Sagrada Escritura, creó con sus palabras un patrimonio iconográfico extraordinario para la representación de Dios. Y ello pese a que la tradición originaria judaica prohibió siempre cualquier representación pictórica o escultórica. Se aprovechaba así la importancia de considerar la palabra como un medio propio de la epifanía, revelador de la belleza divina, capaz de generar la inmensa producción artística sucesiva ligada precisamente a la palabra bíblica, a sus símbolos, a sus narraciones, a sus personajes, a sus temas. Proponemos ahora un ejemplo luminoso para celebrar la palabra como fuente de belleza y lugar propicio a la teofanía.

RAVASI

Nos referimos a la palabra de Cristo y a su predilección por el lenguaje figurado. La belleza de su narración es capaz de conquistar literalmente al auditorio. No se asemeja a la serie de prédicas dirigidas durante siglos a la humanidad que, a veces, se merecieron un juicio cortante de Voltaire:

La elocuencia sacra de las prédicas es como la espada de Carlo Magno: larga y plana.

Montesquieu añadía que:

Los predicadores lo que no saben en profundidad lo dan en longitud.

Cristo, en cambio, se expresa de modo diametralmente opuesto.

De hecho, sus 35 parábolas se dirigen a nuestros ojos, nuestras orejas y nuestra mente. El mensaje se comunica a través de una experiencia global de manera que la mirada es capaz de percibir lo que las palabras dicen, porque su discurso viene de abajo, de lo concreto de la vida cotidiana de sus oyentes y no de un vago horizonte intelectual. Sus palabras hablan de semillas, de pescados y de la mujer que ha perdido una moneda, de las casas y de los porteros de noche, de los hijos difíciles, de los jueces, los mercaderes y de todo lo que sucede en lo ordinario de la existencia, transfigurándola y orientándola hacia el tema que quiere anunciar, el Reino de Dios.

Resulta significativa una escena del Evangelio de Juan (7, 44-46). Un día -estamos aún en los inicios de la predicación de Cristo- los jefes de los sacerdotes dan la orden de arrestar a Jesús. Los guardias van a buscarlo, pero vuelven con las manos vacías. Los sumos sacerdotes les preguntan entonces por qué no lo han capturado. La respuesta de los soldados, en el candor que desarma de las personas sencillas, revela la fuerza creadora y estética de la palabra de Dios.

Resurrección de Jesucristo por Rafael Sanzio, circa 1500.

Resurrección de Jesucristo por Rafael Sanzio, circa 1500.

Jamás ha hablado nadie como ese hombre.

Imaginamos sus manos caídas a los flancos, incapaces de cerrar las cadenas alrededor de las muñecas y los tobillos de Jesús: la palabra auténtica no puede ser encadenada.

No en vano cuando el Fausto de Goethe traduzca al alemán el íncipit extraordinario del Evangelio de Juan, al Lógos-Palabra no asignará sólo el previsible Wort, sino que desarrollará de forma plena la auténtica semántica con Sinn, “significado”, Kraft, “potencia”, Tat, “acto”. En el hebreo bíblico dabar, “palabra”, significa también “acto, hecho, evento”, en un deslizamiento dinámico que Emily Dickinson expresará de modo fulgurante:

Una palabra está muerta cuando viene dicha: Dicen algunos. Yo digo que sólo entonces comienza a vivir.

Sí, “la palabra, sabedlo, es un ser vivo”, sostenía Víctor Hugo en sus Contemplaciones. Por eso el libro, si custodia palabras vivas, es también una fuente de vida. Lo recordaba bien un gran pensador como Romano Guardini en su Elogio del libro, evocando una batalla desesperada en la última Guerra Mundial:

El capellán militar, sintiendo que no tenía nada aceptable que decir en aquel momento, sacó del bolsillo su Nuevo Testamento, arrancó las páginas y le dio una a cada soldado.

En el nº 2.911 de Vida Nueva

 

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