Donaciones: legales sí, pero ¿también transparentes?

Donaciones: legales sí, pero ¿también transparentes?

ilustracion-donaciones(Vida Nueva) Las donaciones ayudan a la Iglesia en su función, pero ¿son siempre suficientemente transparentes? El moralista José Ignacio Calleja y el vicario judicial del Obispado de Jaén Pedro José Martínez aportan su punto de vista en torno a este tema.

“… y todo lo demás se os dará por añadidura”

José Ignacio Calleja(José Ignacio Calleja– Moralista, Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz) Recuerdo que, al juntarnos para un curso de moral social cristiana, entre religiosos de aquí y de allá, más de una vez he bromeado de este modo: “Bien, vamos a comenzar; pero antes de nada, el ecónomo puede ir a su trabajo”. Algunos imaginaban que me ensañaría con los administradores de su congregación. En realidad, era una confesión de que la fe cristiana nos coloca ante exigencias muy radicales en el uso y apropiación de los bienes económicos. Tantas, que temo que sea difícil conseguir rentabilidades “importantes”, y, sobre todo, que sea posible conseguirlas como “los mercados” permiten, o ¡permitían!, y descansar en paz. Tal vez por eso en la Iglesia, creo yo, mucha gente con responsabilidad pastoral ha evitado enterarse a fondo de la administración de los bienes en su institución. Una especie de huida hacia delante, más o menos comprensible, visto como se las gasta el Evangelio con el uso y procedencia de las riquezas.

Todo esto a propósito de noticias que, de vez en cuando, saltan hasta la prensa y que tienen que ver con donaciones, herencias, ayudas, obras… y, en otro orden de cosas, con la gestión de fondos y cuentas varias, que extienden dudas sobre cuánto, por qué, para quién, con qué fin y bajo qué control. 

Como no me tengo por inquisidor, ni pienso que otros han de ser más materialistas que yo, confío mucho en quienes, en la Iglesia, gestionan su economía. Me consta, además, que el celo de estas personas por el patrimonio común suele ser proverbial. Y me consta también que en la Iglesia, en todos los niveles por mí conocidos, la gente vive con razonable modestia y mirando en lo posible por la congregación, el colegio, la residencia, el seminario o la diócesis. 

Ahora bien, siempre hay un “pero”: deberíamos mejorar en algunos aspectos sustanciales. En primer lugar, pienso en profesionalizar la administración, dotarla de rigor, someterla a reglas bien conocidas y publicitarla con objetividad. No tiene por qué salir en el “telediario”, pero hay formas perfectamente conocidas para hacer público un balance económico y una situación patrimonial. Y los ecónomos tienen que reconocer que el secreto, la soledad y el paso del tiempo en el cargo son un cóctel explosivo. 

Por otro lado, las fuentes de financiación de la Iglesia y de sus proyectos tienen que ser perfectamente legales en toda su extensión, sobre todo, en cuanto a su procedencia y fiscalidad. Y, por supuesto, no crear relaciones de deuda moral y trato privilegiado con sus benefactores. Menos aún habrían de condicionar una palabra moral de denuncia pública. Cuando las malas lenguas se refieren a que hay mecenas, fundaciones y agentes financieros que sugieren suavizar tomas de posición de la Iglesia en el mundo a cambio de asumir deudas muy cuantiosas, es mejor tenerlo por leyendas urbanas. 

En este sentido, el capital de origen público es muy cuestionado, por lo que supone de obligación fiscal para todos, directa o indirectamente, en una sociedad plural. Pero el capital privado, cuando procede de mecenas millonarios, es aún más peligroso, por lo que supone de dependencia futura y lo que podemos ignorar sobre su origen. Hay que ser muy grande para dar mucho a otros, además de tenerlo, y hay que ser inmenso para darlo sin interés alguno, y anónimamente. Yo diría que casi imposible. Así que, mejor “muchos pocos” que no uno que lo da “todo”.

Y, al cabo, lo más decisivo. Sin bienes no se puede vivir. Con muchos bienes, te agobia aquello de que “no se puede servir a dos señores”. El modo tan particular como se nos revela el crecimiento del Reino, entre la sencillez de lo casi inapreciable y el profetismo espiritual y moral alternativos, dificulta la traducción económica de la fe. Ya sé, ya sé que sobre el Nuevo Testamento y los bienes económicos hay mucho que decir. Pero la línea general, las referencias cristianas más decisivas, no sólo morales, sino teologales y espirituales, son la confianza en el Padre (“buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”), la pobreza (“el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”) y el desprendimiento (“dadles vosotros de comer”). Nuestros beneméritos precursores lo tradujeron hasta ayer en máximas morales como “en caso de extrema necesidad, todos los bienes son comunes”, y, además, “lo que tienes, más allá de lo necesario comúnmente para vivir con dignidad, no es tuyo, es de los pobres”. En plena crisis, con el Evangelio en una mano y el FOESSA en la otra, hay que ser muy claros en las cuentas y tratos, y muy “comprometidos” en el uso de lo propio.

Sólo para cumplir sus fines

pedro-j-martinez(Pedro José Martínez– Vicario Judicial del Obispado de Jaén) Corren tiempos de crisis económica, se intervienen las cajas y los bancos están bajo sospecha, el paro aumenta casi exponencialmente, las pequeñas empresas tienen que cerrar, los autónomos se desesperan, los sindicatos callan… y en medio de este panorama, muchas veces desolador, en medio de los vaivenes de la actualidad y de la historia concreta que nos ha tocado vivir, la Iglesia es la que sigue saliendo al paso de las necesidades más inmediatas que el Estado, por dejadez, desidia o políticas equivocadas, no quiere ahora o no puede ya cumplir. Es también, en medio de estas situaciones, cuando se cuestiona por unos lados, o se reafirma por otros, la necesidad que la Iglesia tiene de la posesión de unos medios específicos para cumplir su misión no sólo evangelizadora, sino también de atención muchas veces inmediata a los que la necesitan, estén más cercanos o más lejanos.

En este contexto conviene subrayar que el Concilio Vaticano II ya recordó que la Iglesia “se sirve de los medios temporales en cuanto su propia misión lo exige” (AA 7), por lo tanto, el fundamento de la posesión de los bienes temporales en la Iglesia es el cumplimiento y desarrollo de su misión eclesial específica. Y el mismo Concilio también precisó en hermosas palabras -tomadas de la más antigua tradición eclesial- que estas finalidades son “para la ordenación del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar obras de apostolado o de caridad, sobre todo para con los pobres” (PO 17, 3). Precisamente, y sólo para cumplir estos fines genéricos y esenciales, podemos decir que la Iglesia tiene un derecho original que es independiente de la potestad civil, para adquirirlos, retenerlos, administrarlos y enajenarlos (c. 1254, §1).

Esta es la única perspectiva desde la que se puede entender la existencia y posesión de los bienes temporales en la Iglesia y la existencia del patrimonio eclesiástico histórico -del que se pueden vislumbrar otras finalidades más amplias pero que, en definitiva, se integran en estas específicas- y del, podríamos decir, fungible.

Por otro lado, uno de los deberes de todos los fieles en la Iglesia es el de “ayudar a la Iglesia en sus necesidades” (indicado en el c. 222, que también bebe de antiguas fuentes), necesidades que no son otras que las que hemos indicado anteriormente, las necesarias, y sólo ellas, para llevar a cabo en el mundo de hoy sus fines evangelizadores propios y, sobre todo, el deber de la caridad con los pobres y necesitados. Y así, la legislación canónica recoge en el Libro V del Código de Derecho Canónico los múltiples modos por los cuales se puede articular este deber fundamental de los fieles, y que consisten no sólo en la ayuda personal que pueden prestar con su disponibilidad evangelizadora, sino también en elementos concretos como donaciones, limosnas, aportaciones, disposiciones testamentarias, etc., que pueden hacer espontáneamente, o las prestaciones económicas que en ciertos casos y situaciones pide la autoridad, tales como tributos que el Obispo diocesano tiene derecho a imponer a las personas jurídicas sujetas a su jurisdicción para, por ejemplo, subvenir necesidades diocesanas que de otro modo serían muy difíciles de cubrir.

No hay más justificación que ésta para que el ordenamiento canónico de la Iglesia especifique de una manera detallada cuáles son no sólo las obligaciones de los fieles, sino también las de la autoridad eclesiástica para cuidar este patrimonio y que no se pierda. No hay más justificación que ésta para que la legislación canónica tenga un exquisito cuidado en salvaguardar la voluntad de los fieles que donan sus propios bienes para ayudar a las necesidades eclesiales, y tenga la norma también un exquisito cuidado en darles una configuración jurídica específica para que puedan cumplir cabalmente y de la mejor manera los fines a los que están destinados por los donantes y fundadores. Y podemos decir que este exquisito cuidado que tiene la Iglesia a la hora de salvaguardar su patrimonio, de erigir fundaciones (o conjuntos de bienes cuya rentabilidad se destina a un fin únicamente eclesial) o de aceptar donaciones de los fieles (únicamente para cumplir un fin eclesial) se traicionaría o tendría consecuencias jurídicas innegables -que también contempla la legislación eclesial en preceptos penales- si los administradores de los bienes temporales en la Iglesia buscaran otros fines que no están de acuerdo a su naturaleza y a su misión o se aprovecharan de ellos buscando un beneficio meramente personal.

La ley en la Iglesia, en definitiva, también quiere dejar ver, que en materias económicas, es muy importante el principio teológico de la comunión y que todos los fieles debemos seguir creciendo en la disposición para que la esencia de la Iglesia como comunión se vaya articulando también de este modo concreto, y crezca la conciencia entre todos los fieles de que la necesidad de la comunicación cristiana de bienes para el cumplimiento de los fines de la Iglesia es, especialmente en los tiempos que corren, una responsabilidad de toda la comunidad eclesial que peregrina por este mundo con la conciencia de caminar hacia el Reino que nos ha traído el Señor, pero que todavía debemos construir poco a poco en el devenir del tiempo y de la historia.

En el nº 2.655 de Vida Nueva.

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