CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Es como carcoma que puede meterse en medio de todos los entresijos de la estructura social y descomponer hasta lo que se consideraba más firme y consolidado en un Estado de derecho…”
Están de actualidad. Unas son víricas y acaban con la vida de muchas personas, llenan los hospitales de enfermos y provocan el pánico por doquier. Otras epidemias, especialmente dañinas y contagiosas, son aquellas que afectan a la rectitud, a la probidad, al ejemplo y a la confianza. Provienen de la malversación de los dineros públicos, la claudicación de las obligaciones de quienes administran la justicia, la dejación de la responsabilidad requerida, la ejemplaridad de quienes gobiernan y presiden, la sospecha que pone en tela de duda casi todo.
La corrupción, de cualquier tipo que sea, conduce a la descomposición y a la podredumbre. Es como una pérdida de identidad, se deja de ser lo que uno debiera ser. Los efectos de esta plaga no pueden ser más funestos, pues relativizan cualquier principio ético. De una conducta moral responsable, ni se habla.
En el campo de lo público se tiene la impresión de que los partidos políticos, de cualquier color que fueren, estuvieran más preocupados por la propia imagen y las consecuencias que ello pudiera tener en la próxima votación que por el delito en sí mismo y las tremendas consecuencias que produce en la evaluación de la clase política, dañada por el desafecto, la desconfianza y la falta de credibilidad.
Si no se tiene un buen cuidado, la corrupción corrompe. Es epidemia de lo más contagiosa, tanto porque la tentación es sutil y halagadora, como la generalización, y, por tanto, algo así como el mal de muchos gozo es para el corrupto, que casi viene a presentar como eximente de su culpa el que sea abultado el número de personas que han caído en esa deplorable situación.
La corrupción lleva a una desconfianza generalizada acerca del valor y dignidad de las personas, el desprestigio de las instituciones, la frustración de la esperanza, la apatía y la indiferencia que afectan gravemente a la responsabilidad, tanto a la individual como a la pública, la sensación de ser continuamente engañados, el malestar social y la relativización de casi todo.
La corrupción, dijo el papa Francisco a unos especialistas en derecho penal, es “un proceso de muerte y un mal más grande que el pecado… Es la victoria de la apariencia sobre la realidad y de la desfachatez impúdica sobre la discreción honorable”. Este mal debe ser curado, pues es especialmente peligroso. Es como carcoma que puede meterse en medio de todos los entresijos de la estructura social y descomponer hasta lo que se consideraba más firme y consolidado en un Estado de derecho.
La justicia se ocupará de los corruptos. La sensatez y el buen principio ético no solo tienen que considerar la presunción de inocencia del delincuente, sino también la probidad del juez, y no hacer generalizaciones, tan injustas como destructivas, acerca de la confianza en las personas y en las instituciones. Como nadie es incombustible, pues no acercarse al fuego, pensando, como dice la Biblia, que la culpa no será descubierta y aborrecida.
En el nº 2.917 de Vida Nueva