(Antonio María Calero, SDB- Teólogo salesiano de Sevilla) La primavera y el verano son época de numerosas y festivas romerías a santuarios y ermitas dedicadas a la Virgen María. Son momentos en que la religiosidad popular encuentra una ocasión particularmente propicia para manifestarse en todo su alegre y vistoso esplendor.
Se discute acerca del valor y legitimidad de estas manifestaciones: ¿hasta qué punto son cristianas? ¿no tienen rasgos paganos? ¿debe implicarse en ellas el clero? ¿hasta dónde tiene que intervenir la Jerarquía de la Iglesia en su regulación? Preguntas obligadas frente a una realidad que, hoy por hoy, es un auténtico fenómeno de masas.
La religiosidad es una realidad que, por más que se niegue, brota de dentro del hombre como expresión de su deseo de trascendencia. En este sentido se ha dicho que el hombre es ‘un animal religioso’. Y es que, en efecto, todos creemos en algo, buscamos algo que está más allá de nosotros mismos, llámese como se llame: dinero, fama, brillo, admiración social, placer, reputación científica, aprecio de los amigos, etc. También en el plano específicamente religioso, el hombre siente la necesidad de buscar y de expresar los propios sentimientos.
Ahora bien, una cosa resulta cierta: para que unas manifestaciones religiosas puedan ser y llamarse ‘cristianas’, tienen que estar iluminadas, orientadas, reguladas, determinadas y vividas desde la Fe enseñada por Jesús de Nazaret. No cualquier manifestación religiosa -aunque tenga un objeto cristiano: Jesús, María, los santos-, es automáticamente cristiana. Sólo la Fe, que no nace de una exigencia incluso profunda del hombre, sino que es respuesta del que se siente interpelado por el Dios de Jesús, hace que una manifestación religiosa se convierta en verdadera religiosidad cristiana.