FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
En el curso de la Segunda Guerra Mundial, con ocasión, en junio de 1940, de la derrota de Francia, y cuando parecía que la victoria de los ejércitos alemanes era inminente, el entonces premier británico, Winston Churchill, pronunció el 18 de junio en el Parlamento uno de sus discursos más famosos, en el que anunció la firme determinación del pueblo inglés de continuar la guerra, aunque fuera en solitario, hasta obtener la victoria frente al enemigo nazi.
En uno de sus párrafos decía Churchill que del “resultado de esta batalla depende la supervivencia de la civilización cristiana”, arguyendo que el triunfo de Hitler representaría el “nacimiento de una nueva edad oscura” que supondría el final de todo un capítulo de la civilización, una catástrofe que, pocos días antes, el primer ministro francés, Paul Reynaud, había definido como el advenimiento de “una nueva Edad Media, no iluminada por la caridad de Cristo”.
Dos apelaciones como las anteriormente mencionadas serían impensables en la Europa de hoy; y, de pronunciarse, inmediatamente serían consideradas o bien como una injerencia inadmisible en la confesionalidad obligada de las instituciones, o bien como la expresión del pensamiento más rancio del integrismo religioso propio de la extrema derecha.
La conformación del pensamiento y el estilo de vida europeos, fruto de la feliz conjunción de la filosofía griega, el derecho romano y la ética cristiana, no solo se niega o se pone en entredicho, sino que, en aras de una multiculturalidad nacida del relativismo imperante, se suprime y se niega incluso la más mínima referencia a los valores cristianos, incluyendo tradiciones y usos populares nacidos de prácticas religiosas legadas por nuestros antepasados.
Olvidamos que el Estado del bienestar que singulariza y diferencia a Europa del resto de continentes, por el alto nivel de derechos que amparan y protegen a sus ciudadanos, nació en su día como fruto del pacto político entre las dos grandes corrientes ideológicas de la posguerra, la socialdemocracia y la democracia cristiana, que, junto al liberalismo, constituían las alternativas de gobiernos democráticos frente a la amenaza totalitaria del comunismo soviético.
Aquella alianza supuso la reconciliación del pensamiento de la Ilustración con una Iglesia que abandonaba toda veleidad de poder temporal y, a través de su Doctrina Social, se implicaba en la defensa de los más desfavorecidos, a la vez que hacía suyos también los principios de libertad, igualdad y caridad, que es la expresión máxima de la solidaridad. La Iglesia que retornaba a sus orígenes y que eclosionaría en el Concilio Vaticano II.
Las palabras de Churchill y de Reynaud simplemente ratifican lo obvio: las raíces cristianas del proceso fundacional de la civilización europea, que en ningún campo, además del político, se puede estudiar sin las aportaciones culturales, artísticas, musicales o literarias de una fe que, en su dimensión pública, ha contribuido decisivamente a construir una sociedad libre y justa, siendo sus valores y principios patrimonio también de agnósticos y no creyentes.
Se equivocan quienes, ignorando la historia, quieren reducir la religión al ámbito exclusivo de lo privado.
En el nº 2.930 de Vida Nueva