(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
La Bondad y la Maldad, dichas así, son palabras que imponen respeto como morlaco en tarde de toros. Vienen con trapío desafiante. Ormuz y Arhimán, principios cosmogénicos de todo lo bueno y lo malo que nos pasa, como el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal del Génesis. Una amnesia selectiva me impide recordar qué prelado español, con mando en plaza, llamó “altavoces del mal” a los medios de comunicación no alineados a ‘su’ oficialidad. Ya antes, otro destacado prelado acusó de “colaboradores del mal” a gentes consagradas al quehacer cristiano. Acecha el demonio en derredor y dicen que cuando no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Nunca está ocioso: “El demonio se agita a mi lado sin cesar; flota a mi alrededor cual aire impalpable; lo respiro, siento como quema mi pulmón y lo llena de un deseo eterno y culpable”, decía Charles Baudelaire en Les Fleurs du mal. Es el mal que nos atormenta. Cuando se hace acusación tan grave en bocas tan nobles, hay que cuidar la vara con que se mide olvidando, por amnesia selectiva también, las maldades que suenan en altavoces de la propia casa. “Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”, decía Juan de la Cruz, y mal hacemos queriendo acallar altavoces ajenos cuando en la propia casa falta sosiego y se sigue escuchando cada mañana, tarde y noche, un cúmulo de sapos, culebras, truenos, relámpagos, vituperios y maldades mil, despreciando el más primordial de todos los mandamientos, el del amor, que es el principio del Bien y la flor más hermosa de la Bondad. Lo malo anida en el corazón y de la abundancia del corazón hablan siempre los altavoces del Bien o del Mal.
Publicado en el nº 2.615 de Vida Nueva (Del 31 de mayo al 6 de junio de 2008).