Anunciar la esperanza

(Juan María Laboa– Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas) En un viaje reciente a Palestina he convivido con franciscanos españoles que junto a otros hermanos de 35 países mantienen vivo el cristianismo en aquella tierra sufriente y maravillosa. A lo largo de mi vida he repetido esta experiencia en América, África y Asia. Religiosos y sacerdotes diocesanos españoles presentes en aldeas y ciudades, dirigiendo parroquias, hospitales, escuelas y universidades, siendo testigos de Cristo en lugares inverosímiles.

Construir es siempre obra de amor, y estos religiosos lo expresan con sencillez y dedicación. Las crónicas de la evangelización cristiana constituyen la página más sugestiva de la historia de la Iglesia, una página de generosidad y de entrega, una historia que entra por derecho propio en las historias de la cultura y de la civilización de los pueblos.

El fenómeno de los voluntariados  no sustituye la presencia y la actividad de los misioneros, sino que la complementa. Antes de su aparición, con Pío XII se inició la presencia de laicos creyentes españoles en los países del Tercer Mundo, experiencia que nacía en las diócesis pujantes, al tiempo que maduraba y enriquecía la fe de sus comunidades. La fe en Dios y el abandono confiado en Cristo, unidos a la conciencia de vivir en comunión con otros, incluso no creyentes, estaba en el origen de la decisión de tantos matrimonios y solteros que se desplazaban a América y África para convivir y ayudar a las poblaciones de aquellos territorios. Recuerdo con nostalgia tantos casos de amigos y conocidos que transcurrieron buena parte de su vida en Los Ríos, Ecuador, y en Mozambique.

El declive de esta generosidad en España no se debe únicamente a la falta de vocaciones, sino, de manera especial, al debilitamiento del sentido de Iglesia y, sobre todo, de la alegría de ser cristiano.

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